Hace exactamente treinta días que
mi calvario comenzó, al principio no reconocí el peligro al que me exponía,
pensé que mi suerte maldita estaba cambiando y que finalmente mi futuro
brillaría con una estrella diferente. Dos meses atrás recibí la noticia de que
una tía abuela que solo vi una vez en mí vida había dejado en heredad su vieja
casa de campo, en la que había vivido toda su longeva existencia, al pariente
en edad adulta que no tuviera casa; casi no pude creérmelo, ni siquiera cuando
mis hermanos se burlaron de mi buena suerte; yo, el parasito pestilente, que
solo servía para criar garrapatas en el sofá podrido de la casa de mi madre,
recibía como por acto de magia una vivienda solo para mí.
Dicha casa, que nunca había
visitado, se encontraba a la salida de la ciudad, tomando la autopista
principal hacia P., yo no disponía de un vehículo propio, pero tampoco tenía en
propiedad gran cosa más que una maleta vieja y descocida donde cabían todas mis
pertenencias, una portátil tan antigua que era casi obsoleta y un par de
zapatos que daban lástima. Me apersoné en la vieja casa, gastándome el poco
dinero que me quedaba en una caja de cigarrillos, una botella de un ron no tan
bueno para celebrar y el pasaje en autobús que me llevaría a mí nueva
propiedad.
Al divisar la estructura me sentí
pletórico de emoción, disponía de una hermosa vivienda de estilo colonial, con
un amplio jardín delantero, delimitado por un muro ocre erigido con piedras de
río, construcción típica de la zona; no me importó que mi capital se hubiese
reducido a cien bolívares que con suerte me alcanzarían para comerme un par de
perros calientes, que probablemente no conseguiría en aquella zona tan alejada
de un centro urbano; en ese instante me sentí el hombre más afortunado del
mundo.
Cuando me bajé del autobús y
caminé por el camino de grava, gris y blanca, hasta el portón de piedra de la
casa, salió un hombre mayor, algo enjuto, se presentó como el abogado de la
vieja tía Silvia y me hizo pasar al interior. Dentro el ambiente se tornaba un
poco frío algo que recibí con alegría tras el calor sofocante y reseco del
exterior; el hombrecito iba recitando las mejoras que la tía abuela le había
hecho, las tejas eran nuevas y de arcilla, el piso de terracota pulida tenía
apenas un año de antigüedad, la casa no poseía jardín central como los modelos
clásicos porque tenía una extensión de terreno en la parte de atrás con un
grandioso jardín plagado de esculturas de piedra que doña Silvia había estado
coleccionando toda su vida. Cinco espaciosas habitaciones con ventanas de
vidrio (se habían sustituidos las de madera) rectangulares y alargadas que se
abrían hacia el interior, rematadas con sus rejas de hierro forjado y su
respectiva jardinera donde crecían bellas
las onces que se derramaban por la pared como una cascada verde, blanca y
fucsia hasta el suelo, techos de madera altos y frescos, paredes de un tono
crema acogedor que combinaban con los muebles antiguos y bien cuidados, y una
magnifica biblioteca con un pesado escritorio de ébano que por alguna razón me
hizo sentir sumamente importante. Jamás imaginé que dicho mueble me serviría
para escribir estas palabras, que esta casa que en un principio me pareció
acogedora, terminaría siendo un infierno plagado de horrores.
Antes de marcharse, el abogado me
refirió el resto del testamento, la tía abuela Silvia no solo me había dejado
la casa, sino además, una cuantiosa suma de dinero con la condición de que no
vendiese la casa que con tanto esfuerzo ella había restaurado y mantenido. Yo
no cabía en mí de la emoción, había salido de casa de mi madre con su bendición
y con las burlas de mis hermanos que apostaban que la casona no iba a durar en
mis manos más que unas pocas semanas, que la vendería únicamente para poder
pagar unas cuantas noches de juerga, ron y libros; pero allí, recibiendo
aquella noticia, asegurada una mensualidad más que holgada que me permitiría
vivir tranquilo y sin preocuparme por lo menos por los siguientes diez años, en
lo único que podía pensar era en las caras de mis familiares y amigos cuando
supieran que a partir de ese momento yo, de verdad, me convertía en todo un
señor.
―Una última advertencia― dijo
antes de bajar hasta la carretera ―Doña Silvia hacía mucho hincapié en que le
dijera sobre las culebras―.
―¿Culebras?― pregunté frunciendo
el ceño y entrando a la casa, asomé la mitad del cuerpo por el umbral de la
puerta y miré en ambas direcciones esperando que un cuerpo marrón y escamoso
pasara arrastrándose entre las coquetas.
―Sí, la señora era ciega, perdió
la vista muy, muy, muy joven… siempre amó los libros y es por eso que hasta el
final de su vida los coleccionó, aunque no es eso lo que quería decir― sacó un
pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y se lo pasó por la frente sudorosa
―Doña Silvia decía constantemente que escuchaba los silbidos de las serpientes
en los alrededores de la casa, incluso en alguna ocasión escuchó las maraquitas
de algunas cascabeles, así que tenga cuidado―.
El abogado bajó hasta la calle,
atravesó el asfalto y me saludó con la mano desde el otro lado, yo le
correspondí con una sonrisa que me atravesaba el rostro de oreja a oreja.
Treinta días se cumplen de
aquella mañana; recuerdo que encontré la nevera a rebosar de comida, uno de los
cuartos había sido acondicionado como una bodega de vinos y licores, allí dejé
olvidada la botella de ron barato y escogí tres botellas llenas de polvo que me
parecieron las más costosas de la pequeña colección, me preparé un cuantioso
almuerzo, realmente era todo un banquete como para cuatro o cinco personas, con
carnes, pollo, quesos, frutas, panes y todo cuanto encontré de marca en la
nevera, y encendí el único aparato de distracción de la casa: un enorme equipo
de sonido que se encontraba en la sala y con el que reproduje las viejas
canciones de antaño que la tía abuela Silvia tenía en su repertorio.
La caída de la tarde me cogió
medio borracho en el suelo de la sala, entonando los boleros a viva voz
mientras masticaba un muslo de pollo frito y me regodeaba en mi buena suerte y
felicidad; cuando miré por una de las ventanas que daban al jardín vi que una
anciana caminaba entre los arbustos de cayena, en mi total embriaguez de
opulencia y buena suerte, me ofusqué, considerando aquello una intrusión en
propiedad privada.
Salí tambaleándome por la puerta
trasera, cuando me puse de pie explotó en mi cabeza una borrachera descomunal,
caminé vacilante por el sendero de adoquines que serpenteaba entre la grama y
las cayenas, cada metro que avanzaba me obligaba a cruzar una esquina rematada
con una escultura de una persona a tamaño natural; en ese momento creí que las
expresiones de horror en aquellos rostros se debían a mi percepción alterada,
sin percatarme había entrado en un laberinto de arbustos que sobrepasaban mi
estatura, todo era verde y gris, frío y silencioso, tantos dobleces y esquinas,
caminos sin salida, terminaron por marearme, en un vértigo inesperado caí de
bruces sobre un banco de cemento, con la mitad del cuerpo sobre la silla y las
piernas desfallecidas en el suelo luché por no
desmayarme, la misma fuerza con la que luché para no vomitar; respiré
profundo un par de veces, me incorporé lo suficiente para estirarme boca arriba
sobre el banco y esperar a que el mundo dejara de dar vueltas a mi alrededor,
el viento comenzó a soplar, no podía sentirlo, pero el arbusto a mi izquierda
vibraba por los embates de las ráfagas, miré al cielo que poco a poco iba
cambiando de tonalid
ad, por el este se acercaba indetenible la noche y las
nubes blancas se desvanecían en el naranja del oeste. El silencio fue sustituido
por el rechinar de los grillos, o eso creí durante un breve lapso de tiempo,
hasta que identifiqué un siseo desagradable que me congeló la sangre y despejó
un poco mi mente, recordé que el abogado me había advertido de las serpientes,
aunque en algún lugar de mi inconsciencia había leído que a las culebras no le
gustaban los climas fríos, y aquel crepúsculo que me caía encima era helado.
El sonido se hacía cada vez más
fuerte, casi podía imaginar cómo se deslizaban hasta donde yo me encontraba
indefenso, no solo sentí miedo, me sentí expuesto y vulnerable en aquel lugar,
quise levantarme pero caí de bruces al primer intento, el golpe contra la placa
de cemento del banco me sacó todo el aire de los pulmones; un roce en mi
pantorrilla me hizo saltar y encogerme en posición fetal, pensando que tal vez,
si no me movía, si no respiraba, las serpientes que se acercaban a mí, no
notarían mi presencia. Sobre el insoportable sisear empecé a escuchar los
sonidos peculiares de los cascabeles, la mano gélida del terror aferró mi
cuello y creí encontrar mí fin en aquel hermoso y, a la vez, tenebroso jardín;
maldije mí suerte y mi mala estrella, incluso allí, tan lejos de la ciudad, tan
distante de mis hermanos y familia, me alcanzaba la nefasta suerte que me había
acompañado casi desde mi nacimiento.
Los cascabeles se acercaban, el
sonido era tan embriagador que casi podía percibirlas a ras de suelo pasando
muy cerca de mí, tomé todo el aire que pude y lo contuve en mis pulmones, cerré
los ojos esperando que no verlas ayudara a soportar mejor aquella tortura,
aunque sentía que se estaban agrupando a mi alrededor, como si el piso
estuviese tapizado con sus cuerpos oscuros y escamosos, en algún momento
tendrían que marcharse. Yo sentía que las horas pasaban a mi alrededor, mi
mente volaba caótica en todas direcciones, casi podía reírme de mi mismo al
imaginar lo ridículo que me veía pasando la noche sobre un banco de jardín a
pocos metros de mí propia casa, incapaz de moverme por miedo a que las
serpientes me picaran y muriese envenenado sin siquiera haber disfrutado de mí
herencia.
―Hijito ¿Estás bien?― pegué un
brinco al sentir el tacto de algo frío y escamoso tocando mi mejilla, también
grité con fuerza y me sacudí la cara con violencia, en ese momento no me
importó caer al suelo y correr, con algo de suerte no me picaría ningún maldito
ofidio venenoso, pero la borrachera se había acentuado tanto que
inevitablemente me tambaleé y caí de bruces, enredado con mis propios pies;
abrí los ojos a tiempo, solo para ver cómo me estrellaba contra un suelo duro y
gris, con el rabillo del ojo alcancé a distinguir un tobillo blanco que daba un
salto como poniéndose a resguardo de mí.
Como si la borrachera no hubiese
nublado mis sentidos lo suficiente, un doloroso chichón comenzaba a formarse en
mi frente, el lado del impacto me palpitaba ferozmente, los oídos me vibraban
ensordeciendo la voz de la anciana que se inclinaba sobre mí, el cielo no
estaba tan oscuro como pensé que estaría, logré incorporarme apenas cuando tuve
que doblarme sobre mi estomago y vomitar todo su contenido, una mezcla de vino
y alimentos nada agradable. La viejita empezó a darme golpecitos cariñosos en
la espalda, no alcanzaba a entender todo lo que decía, entre mis tímpanos
excitados y mis sonoras arcadas, solo pude imaginar que recitaba toda clase de
remedios caseros y naturales para mis malestares. Finalmente el ragnarok de mis
intestinos se detuvo y pude tomar una bocanada de aire que me produjo más
arcadas, pero por suerte, no más vómitos.
―Me llamo Euríale, hijito… Solía
venir a conversar con Silvia todas las tardes, caminábamos por el jardín hasta
que se hacía de noche, no he dejado de hacerlo, aún cuando la pobrecita Silvia
ya no viene conmigo―. Su voz sonaba apesadumbrada, parte de la borrachera se
había dispersado tras mi vergonzoso accidente estomacal, la cabeza todavía me
daba vueltas, pero era producto del golpe más que del alcohol. Intenté decir
algo inútilmente, ella pareció percatarse de mi terrible estado, así que me
tomó del antebrazo y me guió con su paso vacilante de vuelta a la casa. Intenté
balbucear algo, decirle que había oído a las serpientes, que debía moverse con
cuidado entre los senderos y arbustos, pero las palabras no salían de mi boca,
el solo evocar el episodio vivido hacía que el miedo cerrara aún más mi
garganta. Llegamos a la casa en cuestión de minutos, traspuse el umbral de la
puerta presa de una agitación que iba más allá del golpe en la cabeza o de los
vapores etílicos que aun quedaban en mi organismo; tomé una ducha fría que terminó
de despejar mi mente, pude notar el prominente golpe que me había dado en la
frente, era una montaña caliente y enrojecida que deformaba mi ceja y se
extendía por el resto de mi cabeza, escondiéndose en la pelambre negra que
solía tener por cabellera. ¡¡Ahora que me detengo a pensarlo!! ¡Todos los
sucesos acaecidos me han convertido en un anciano prematuro! Ahora mi cabellera
es una densa nevada que brilla cuando el sol le cae encima ¡Pobre de mí!
Ciertamente la mala estrella de mi nacimiento me ha alcanzado ahora. Aquella
noche me sumí en un sueño inestable, un sueño febril que me hizo saltar entre
la vigilia y el mal descanso, el dolor me atenazaba la cabeza y no había ni un
solo analgésico en toda el lugar, creo que tomé unas cinco o seis tazas de manzanilla;
cada vez que me levanté de la cama y fui tambaleándome hasta la cocina, escuché
los cascabeles de las serpientes por los alrededores de la casa, algunas veces
se oían distantes, como si la noche los trajera desde muy lejos, otras, casi
podía asegurar que estaban al borde de la ventana, a punto de entrar.
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