Una noche, sumido en
sus cavilaciones y carente de inspiración divina
el poeta, incrédulo y desesperado
imploró a los dioses de la noche
y la oscuridad, le otorgaran el don de la elocuencia.
Suspiraba de
desesperación, cual amante abandonado
al frío destino de la soledad maldita de
los que han amado
y han sido legados a los confines del recuerdo y el tiempo
donde todo se convierte en una mancha borrosa
y una historia amarga en un
encuentro de copas.
Lloraba por dentro
en cruel agonía
sus manos habían dejado de manar ese dulce néctar de sapiencia
y ahora las paginas en blanco creaban una alfombra pérfida carente de
genialidad.
Cansado ya de su
fracaso
tras infructuosos intentos de invocar, siquiera, una palabra consoladora
que demostrara que, después de todo, aún quedaban gotas en aquel manantial que él
llamaba iluminación y creatividad
se dio por vencido y empezó a beber.
Bebía abatido, copa
tras copa de Bourbon,
ahogando sus pensamientos en alcohol,
esperando caer en
ese estado de ensueño, donde las líneas de la realidad y la fantasía de su mente
se yuxtaponían
y todo se convertía en parte del mismo mundo irreal.
Pero, aun así no
pasaba nada.
Entre los vapores
del alcohol que nublaban su mente,
ya casi al final de la conciencia
antes de
caer derrotado por la etílica,
el aterrorizante ulular de una lechuza inundó la
habitación con ensordecedora potencia,
como si la poderosa Atenea hiciera
chocar su lanza dorada contra el impávido escudo de la ignorancia,
haciendo vibrar
la estancia,
amenazando su estabilidad,
casi sintió que el mundo se le venía
encima
y de algún modo había encontrado el fin de su agonizante genio.
Pero así, como
empezó,
con la fuerza de lo sobrenatural,
terminó,
en un silencio sepulcral.
Sobre la mesa
la
botella derramaba su contenido,
bañando los borrones de un remedo de poema.
Tal era el silencio
que ni su propio corazón parecía latir dentro de su pecho.
La luna perdió su brillo
y majestuosidad… El mundo a su alrededor perdió vitalidad.
Atroz y torturador
silencio
que parecía filtrarse dentro de sus huesos
pudriéndolos despacio…
…Silencio
como el
que encontró esa noche, en su mente, cuando empezaba a componer.
Y a través de la
ventana vio un camino.
Y tuvo la certeza
de que había llegado la hora de morir.
Caminó despacio por
la sinuosa senda que lo conduciría a su última morada,
expectante y temeroso;
no sabía qué monstruos se escondían en los recovecos de su psiquis.
No conocía las
terribles quimeras que acechaban en los rincones de su mente
y que amenazaban
con saltarle encima
y devorarlo en un frenesí canibalesco.
Con aquella lúgubre
luz de luna
siendo testigo de su caminata final
escuchó a lo lejos la melodía
más hermosa que alguna vez en su vida
hubiese escuchado el más afortunado de
los mortales.
La dulce voz
calmaba su angustiado corazón,
hacia bullir su cabeza con miles de pensamientos
que danzaban al compás de aquel canto celestial
formando suavemente el mas
dulce de los poemas que cualquier amante enamorado pudiese en esta vida
componer.
Millones de
palabras sublimes tejían, en su otrora seco cerebro,
las estrofas más gloriosas
exaltando la belleza de aquella desconocida que bendecía con su excelsa voz
los
últimos momentos que pasaría en esta tierra estéril de inspiración.
Sus pies caminaban
solos,
guiados por las hipnóticas notas,
ningún flautista lograría jamás tal devoción
ciega.
Y allí,
en medio de
un claro,
donde un pequeño lago refulgía con el esplendor de semejante aparición;
allí,
como si la propia luna se hubiese manifestado bajo el cuerpo de una sensual
y tentadora mujer,
resplandecía con luz propia la más extraordinaria de las
visiones.
Su cuerpo
extremadamente níveo
descansaba sobre la orilla en un lecho de narcisos, cual
ninfa griega.
Sus cabellos
salpicados de brillantes gotas de rocío semejantes a perlas radiantes,
se perdían
junto a las preciosas flores en aquel mar oscuro y ondulado,
donde él se
hubiese sumergido gustosamente.
Sus labios voluptuosos
cantaban la más hermosa melodía, y su voz
era la de los mismos ángeles.
Y las curvas de su
cuerpo
eran la invitación a un mundo lleno de placenteras sensaciones,
la
promesa de un mejor y más maravilloso reino.
Y sus ojos…
¡Oh sus ojos…!
Deslumbrantes
ventanas a un universo
poblado de las más resplandecientes estrellas.
Y el poeta cayó en
el embrujo de su voz, en el hechizo de su mirada.
Sólo con posar sus
ojos en ella, selló la promesa de su fin.
Se acercó tambaleante,
con los sentidos obnubilados por su presencia,
temía que en cualquier momento
desapareciera semejante tributo a la belleza, que había despertado a su marchita
inspiración.
Ella extendió sus
brazos y lo miró con una tierna invitación en sus ojos
a perderse en aquella visión
de placer y belleza.
Él, pobre incauto,
se entrego ciegamente a ella.
Su piel era hielo
abrasador en sus manos, sus caricias gélidas torturaban su dermis,
los labios
de ella se posaron sobre su cuerpo, marcando a fuego el deseo final de ese pobre
mortal.
Él deseaba
fervientemente perderse en los confines de su mundo secreto,
sentir debajo de
su cuerpo cómo ella se retorcía, fría, entre sus brazos,
llena de placer.
Pero a cada beso,
a
cada caricia que ella le prodigaba como devota amante,
sentía que la vida se le
escapa despacio,
sin prisas.
En cada gemido.
En cada suspiro.
Y la cruel realidad
lo golpeó en el preciso instante en que ella hincaba sus mortíferos colmillos
en su cuello.
El dolor más placentero
y delicioso se apoderó de todos sus sentidos
llevándolo a un paroxismo de
placer.
Sentía escaparse lánguidamente, con cada succión,
toda su energía vital;
saboreaba,
con dulce expectación,
el
pacifico final que se acercaba.
Y por fin, en el clímax,
sintió cómo exhalaba su último aliento.
Despacio…
como el último
trago de la copa de vino…
Sublime…
como la culminación
del placer después del acto del amor…
Suave…
como las
caricias después de haberse amado…
Dulce…
como los postreros
besos antes de partir…
Doloroso…
igual que
la despedida…
Y lo último que vio, antes de abandonar definitivamente su cuerpo,
fue la majestuosa visión de aquel
mensajero de la muerte,
extendiendo sus hermosas alas negras.
Lo último que
acarició su cuerpo inerte
fueron los cabellos de ella
dejando tras de si los
narcisos que serían la única decoración de su tumba.
Y aquella sonrisa diabólica
llena de satisfacción
alejándose
por haber logrado castigar su arrogancia.
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