Caminaba
despacio, sin mucho apuro, como siempre que salía en busca de su víctima.
Se
amparaba en las sombras de la noche y de los huecos oscuros entre las luces de
las lámparas, acechaba pacientemente a sus víctimas, siempre silbando la misma tonada,
saboreando con fruición el placer que le causaba infundir terror.
No
tenía preferencias de ninguna índole, podían ser mujeres u hombres, altos o
bajos, gordos o flacos, blancos, morenos; no había diferencia cuando se trataba
del miedo, porque sin distinciones, todos sentían miedo.
Aquella
noche escuchó las pisadas a lo lejos, sus entrenados oídos percibieron unos fuertes
y pesados pasos de hombre que caminaba ligeramente achispado por los tragos.
Con los años había aprendido a diferenciarlos, a reconocer a su presa y sus
debilidades. Detrás del escondrijo donde se ocultaba asomó levemente la cabeza
para estudiar a su víctima, aunque en su mente ya se había hecho a una idea
bastante acertada de él: alto y algo escuálido. Llevaba sobre su hombro un
bolso de trabajo lleno de herramientas, que en aquel silencio, resonaban
metálicamente al entrechocar; posiblemente tendría unos cuarenta años, con una
incipiente barriga producto del consumo asiduo y casi amoroso de cerveza, y la
respiración pesada y algo sibilante que solo posee un fumador.
Se
acomodó el sombrero llanero y negro, tan negro como las sombras que lo
rodeaban; se lo caló hasta las cejas, se templó la chaqueta, se ajustó los
guantes y se colgó su preciado saco al hombro.
Repasaba
meticulosamente en su mente los pasos a seguir, todo debía ser perfecto, no
había margen para los errores. El éxito de su empresa radicaba en la exactitud
de su atuendo, debía evocar en los corazones y mentes de sus escogidos aquel
horror paralizante y supersticioso que solo la leyenda del Silbón podía
generar.
El
hombre pasó y con él una ráfaga de aire helado que acarreaba malos presagios.
En
su embriaguez no lo notó. Lleno como estaba de deseo, contó febril hasta siete
lentamente mientras calmaba su corazón desbocado e invocaba la fría serenidad
que necesitaba, respiró suavemente buscando el sosiego de sus pasiones y al
llegar al número siete logró acompasar sus latidos, calmar su pulso y saborear
con deleite el regusto dulce de su boca mientras sus labios dibujaban una
sonrisa macabra que dejaba ver todos sus dientes.
Sigiloso
como una sombra empezó a seguir al hombre –Do
re mi fa sol la sí– silbó quedamente; años de práctica para lograr que su
silbido sonara lejano, para que la amenaza de un espectro sobrenatural se
ciñera, con su manto gélido, sobre las cabezas de sus presas, porque todo el
mundo sabía qué significaba si sonaba lejos.
Casi
inmediatamente un silbido similar sonó en respuesta, tan lejano que el asesino
ni siquiera lo escuchó, aturdidos sus sentidos con la embriaguez del trofeo, rebosaba
deseo y voracidad, su mente solo se enfocaba en el sangriento final, en la
mirada de horror, en el último grito de agonía interrumpido por los estertores
de la muerte y en su botín final: un hueso.
El
hombre delante de él no detuvo su paso, se limitó a mirar por sobre el hombro
sin inmutarse ante la figura oscura que se acercaba con aquel silbido
amenazante.
No
se decepcionó ante la temeridad del incauto, estaba seguro de que caería,
eventualmente todos caían en la vorágine del horror, volvió a silbar –Do re mi fa sol la sí– en un tono
descendente e hizo resonar los trofeos que llevaba dentro de su saco; no iba
dejar escapar a esa víctima, era la coronación de un sueño espeluznante, en su
bolsa había ciento noventa y ocho huesos que entrechocaban como si bailaran al
compás de una melodía macabra; solo faltaban ocho huesos: los que componían el
cráneo, entonces tendría en su bolso los huesos completos.
Y
esa era la meta, los doscientos seis huesos.
“Y con este estaré más cerca”,
pensó mientras se relamía los labios y ensanchaba aún más su sonrisa.
Mantuvo
la distancia y el andar silencioso; enfocado en crear el efecto necesario para
llevarlo a ese callejón sin salida que era el pánico, emitió su silbido
nuevamente y éste reverberó entre los muros propagándose con el viento,
invadiendo la tranquilidad de la noche. Sintió que nunca antes había sonado de
esa manera, nunca antes se había sentido como se sentía en ese instante,
imbuido de una nueva fuerza poderosa y sobrenatural.
La
providencia y la muerte no querían que fallara esa noche. Alguien debía morir.
–Do re mi fa sol la sí–,
y cuando el último silbido de su tonada escapó de
sus labios, sintió por segunda vez en su vida cómo la realidad se dislocaba.
Como le había sucedido con aquella primera víctima. De la que había tomado el
primero de los doscientos seis huesos que necesitaba.
Escuchó
pasos detrás de él, giró su cabeza y miró por sobre el hombro, en las tinieblas
de la calle vio una sombra más negra que la oscuridad, alta y alargada que
parecía resonar con el eco de los huesos que sonaban en su propio saco.
Y
por un momento se vio a sí mismo observando hacía atrás, por un instante fue el
hombre que caminaba adelante, en esa fracción de segundo él fue la víctima.
Miró
hacia el frente, donde su presa continuaba su avance impasible en esa calle
interminable, su corazón se aceleró, silbó nuevamente –Do re mi fa sol la sí– en ese tono bajo y reverberante mientras se
repetía mentalmente “Si suena cerca está
lejos… Si suena lejos está cerca”
Y
justo detrás de él, resonó el mismo silbido como si se hallara a kilómetros de
distancia y junto con este matraquearon los huesos de su saco.
“Maracas, suenan como maracas”,
Pensó.
Sintió
los pasos más cerca, la sombra se abalanzaba sobre él, silbó de nuevo pero en
el remanso de oscuridad de una farola a otra su víctima se había desvanecido,
sus pasos ya no se escuchaban en el pavimento, el viento no le traía los restos
de su respiración ronca y entrecortada.
De
un segundo a otro las cosas habían cambiado. Ahora él se había convertido en el
perseguido.
No
tuvo oportunidad de correr, una parte inconsciente de su mente le recordó que
no iba a escapar, como tampoco habían escapado sus víctimas. Desde la oscuridad
cerrada le asestaron el golpe, había venido desde su izquierda y lo había
elevado por los aires arrancándole el aliento; el saco con su preciado
contenido se le resbaló de los dedos y mientras impactaba con ímpetu contra el
muro, este caía al suelo y por la boca abierta de la bolsa se escapaba un
blanco e inmaculado hueso: una falange del dedo de un pie izquierdo.
Al
mismo tiempo una voz grave y enronquecida gruñó: –Uno.
La
figura espectral se materializó frente a él en un torbellino de oscuridad y
frío, aturdido miró cómo aquella criatura siniestra, con sombrero pelo e’ guama en la cabeza y con sus
extremidades desmesuradamente largas, se acuclillaba y recogía del suelo el
saco, que resonó con el maraqueo de su contenido.
El
hueso del suelo quedó en su lugar.
Un
hilillo de sangre se deslizó por la comisura de su boca, el dolor intenso de
sus huesos fracturados hacía que la respiración fuese una tortura, pero aquel
agonizante dolor no impedía que estuviera fascinado por el espanto, el miedo se
colaba por debajo de su piel atrapándolo y asfixiándolo con su presencia.
Allí estaba el Silbón, con el ala del sombrero
escondiendo sus facciones, dejando al descubierto un pedazo de barbilla con la
piel abierta en un tajo que dejaba entrever la carne viva y sanguinolenta, su
cuerpo emanaba un olor fuerte y picoso que le hizo llorar los ojos e irritó su
garganta.
El
regusto dulce que había saboreado solo unos minutos antes había desaparecido,
en su lugar se iba filtrando el sabor metálico y salado de su sangre.
–Dos– sacó otro hueso, esta vez una
tibia, la colocó lejos, justo donde se suponía debía ir en relación a la
falange que estaba en el suelo, su brazo se había estirado hasta la posición
necesaria, solo entonces se dio cuenta que las rodillas del espectro
sobrepasaban la altura de su cabeza y los dedos de sus manos parecían enormes garras
esqueléticas.
Soltó
una risita ronca y medio demoniaca ante la expresión de asombro del asesino,
metió la mano en la bolsa y sacó otro hueso, esta vez una cadera –Tres… cuatro…
cinco… seis…– su brazo se estiró para colocar la clavícula y regresó hasta su
posición original.
Mientras
tanto la mente del asesino se repetía febrilmente que aquello no sucedía, que
no era posible, que él era el Silbón.
Y como si el espectro hubiese leído su mente, acanaló su boca y soltó su
característico silbido –Do re mi fa sol
la sí– que se escuchó lejano y su eco fue arrastrado por el viento y lo
hizo retumbar entre el concreto.
Sacó
un esternón, lo dio vueltas entre su mano y sonrió.
–Recuerdo este– dijo con aquella voz que cimbraba sus
entrañas –corrió como alma que lleva el diablo, lo perseguiste y le diste con
una mandarria, cuando lo abriste te diste cuenta que tú no lo habías matado… lo
mató el miedo…
Soltó
una carcajada que le heló la sangre. Recordó el cadáver con el tórax abierto y
los restos del corazón pegado a los huesos, el órgano había explotado. En algún
lugar recóndito de su cabeza el orgullo se sobrepuso al miedo y le arrancó una
ligera sonrisita.
El
espectro siguió sacando huesos lentamente, con mucha parsimonia –noventa y
siete, noventa y ocho– contaba mientras iba armando aquel funesto rompe
cabezas, el asesino temblaba y bufaba tratando de moverse, buscando el modo de
escapar.
–Éste– sostuvo el carpo izquierdo mientras
saboreaba las palabras –Yo estuve allí– confesó ensanchando la demoniaca
sonrisa –Cinco cuadras la seguiste, iba recitando el padre nuestro– se rió
divertido –Como si Dios fuese a escucharla… cayó de rodillas implorando perdón
por sus pecados, se desmayó cuando te vio sobre ella… también se murió de miedo–
saboreó la palabra –Miedo…– le dedicó una mirada
picaresca –Te corriste esa noche– rió –Conociste la raíz más oscura y macabra
del placer.
Seguía
sacando huesos de la bolsa y contando sistemáticamente; entre uno y otro
silbaba a veces.
Do re mi
fa sol la sí.
Ya
el esqueleto estaba casi completo, sostuvo la mandíbula entre sus dedos, atrapó
su mirada y la aprisionó con las memorias cruentas que surgían de su interior,
parecían liberarse con la sangre que manaba de su propio cuerpo –Ciento
noventa y ocho– dijo y se quedó en silencio.
El
espectro estiró su grotesco brazo y escogió un hueso de una costilla.
–Éste fue de la primera vez que
probaste las asaduras– habló con un ligero acento llanero, mostró sus dientes
puntiagudos con un amago de sonrisa siniestra –Las herviste hasta que
estuvieron blanditicas– se pasó una
lengua podrida por los labios relamiéndose de gusto.
Inspiró
profundamente el olor del hueso y lo dejó en su posición anterior.
El
asesino temblaba, reconoció cuál iba a ser su destino, trataba de articular una
palabra pero su boca no respondía, su mente febril se repetía una y otra vez
que él era el Silbón.
El
brazo se extendió completo y sobrenatural y recogió los huesos del suelo,
introduciéndolos en el saco con un solo movimiento, se rió demoniacamente y
mientras su imitador temblaba incontrolablemente se ajustó el sombrero.
El
asesino subió la cabeza con todo el dolor de su cuerpo, se encontró de frente
con el rostro tasajeado y purulento del espanto, sus ojos encendidos con el
mismísimo fuego del infierno y su boca torcida en una mueca macabra y demoniaca
que semejaba una risa.
Gritó.
Gritó
de horror y miedo ante el conocimiento de su inminente final.
Su
último pensamiento fue: “¡¡Yo soy el
Silbón!!”
El
espectro arrancó de tajo la cabeza, dejando pegado al cuerpo la mandíbula
sangrante, cobrándose los ocho huesos restantes, completando finalmente los
doscientos seis huesos.
Un
perro ladró a lo lejos rompiendo el silencio aciago de la noche, el semblante
del espanto se contrarió un poco como si la sombra de un recuerdo le causase
temor; se sacó el sombreo de la cabeza casi como si de un saludo de despedida
se tratara y se lo caló de nuevo hasta las cejas, recogió el saco con los
huesos y se lo echó al hombro.
Se
alejó con su paso pesado y su andar lento, balanceando rítmicamente en su mano
el cráneo del asesino y silbando su tonada que el viento arrastra hasta los
confines del mundo.
Do
re mi fa sol la sí
Y
se desvaneció silencioso en la oscuridad, perdiéndose entre los pliegues
sombríos de la noche, dejando tras de sí su silbido incesante.
Do
re mi fa sol la sí...
Porque
si suena cerca está lejos, pero…
Si
el silbido suena lejos…
Este relato se terminó de escribir el 28 de
julio de 2014
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