Mostrando entradas con la etiqueta Johana Calderon Escritora. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Johana Calderon Escritora. Mostrar todas las entradas

miércoles, 24 de junio de 2015

El Cantar de la Sirena (Poema Gótico)

Una noche, sumido en sus cavilaciones y carente de inspiración divina
el poeta, incrédulo y  desesperado
imploró a los dioses de la noche y la oscuridad, le otorgaran el don de la elocuencia.
Suspiraba de desesperación, cual amante abandonado
 al frío destino de la soledad maldita de los que han amado
 y han sido legados a los confines del recuerdo y el tiempo
 donde todo se convierte en una mancha borrosa
 y una historia amarga en un encuentro de copas.

Lloraba por dentro en cruel agonía
 sus manos habían dejado de manar ese dulce néctar de sapiencia
 y ahora las paginas en blanco creaban una alfombra pérfida carente de genialidad.
Cansado ya de su fracaso
 tras infructuosos intentos de invocar, siquiera, una palabra consoladora 
que demostrara que, después de todo, aún quedaban gotas en aquel manantial que él llamaba iluminación y creatividad
 se dio por vencido y empezó a beber.

Bebía abatido, copa tras copa de Bourbon,
 ahogando sus pensamientos en alcohol, 
esperando caer en ese estado de ensueño, donde las líneas de la realidad y la fantasía de su mente se yuxtaponían
 y todo se convertía en parte del mismo mundo irreal.

Pero, aun así no pasaba nada.
Entre los vapores del alcohol que nublaban su mente,
 ya casi al final de la conciencia 
antes de caer derrotado por la etílica, 
el aterrorizante ulular de una lechuza inundó la habitación con ensordecedora potencia,
 como si la poderosa Atenea hiciera chocar su lanza dorada contra el impávido escudo de la ignorancia, 
haciendo vibrar la estancia, 
amenazando su estabilidad,
 casi sintió que el mundo se le venía encima
 y de algún modo había encontrado el fin de su agonizante genio.
Pero así, como empezó, 
con la fuerza de lo sobrenatural,
 terminó,
 en un silencio sepulcral.

Sobre la mesa
 la botella derramaba su contenido,
 bañando los borrones de un remedo de poema.

Tal era el silencio
 que ni su propio corazón parecía latir dentro de su pecho.
La luna perdió su brillo y majestuosidad… El mundo a su alrededor perdió vitalidad.

Atroz y torturador silencio
 que parecía filtrarse dentro de sus huesos
 pudriéndolos despacio…

…Silencio
 como el que encontró esa noche, en su mente, cuando empezaba a componer.

Y a través de la ventana vio un camino.
Y tuvo la certeza de que había llegado la hora de morir.

Caminó despacio por la sinuosa senda que lo conduciría a su última morada,
 expectante y temeroso;
 no sabía qué monstruos se escondían en los recovecos de su psiquis.
No conocía las terribles quimeras que acechaban en los rincones de su mente
 y que amenazaban con saltarle encima
 y devorarlo en un frenesí canibalesco.

Con aquella lúgubre luz de luna
 siendo testigo de su caminata final 
escuchó a lo lejos la melodía más hermosa que alguna vez en su vida 
hubiese escuchado el más afortunado de los mortales.

La dulce voz calmaba su angustiado corazón,
 hacia bullir su cabeza con miles de pensamientos que danzaban al compás de aquel canto celestial 
formando suavemente el mas dulce de los poemas que cualquier amante enamorado pudiese en esta vida componer.
Millones de palabras sublimes tejían, en su otrora seco cerebro,
 las estrofas más gloriosas
 exaltando la belleza de aquella desconocida que bendecía con su excelsa voz
 los últimos momentos que pasaría en esta tierra estéril de inspiración.

Sus pies caminaban solos,
 guiados por las hipnóticas notas,
 ningún flautista lograría jamás tal devoción ciega.

Y allí, 
en medio de un claro, 
donde un pequeño lago refulgía con el esplendor de semejante aparición; 
allí, 
como si la propia luna se hubiese manifestado bajo el cuerpo de una sensual y tentadora mujer, 
resplandecía con luz propia la más extraordinaria de las visiones.

Su cuerpo extremadamente níveo
 descansaba sobre la orilla en un lecho de narcisos, cual ninfa griega.
Sus cabellos
 salpicados de brillantes gotas de rocío semejantes a perlas radiantes, 
se perdían junto a las preciosas flores en aquel mar oscuro y ondulado,
 donde él se hubiese sumergido gustosamente.
Sus labios voluptuosos 
cantaban la más hermosa melodía, y su voz 
era la de los mismos ángeles.

Y las curvas de su cuerpo
 eran la invitación a un mundo lleno de placenteras sensaciones,
 la promesa de un mejor y más maravilloso reino.

Y sus ojos…
¡Oh sus ojos…!
Deslumbrantes ventanas a un universo
 poblado de las más resplandecientes estrellas.

Y el poeta cayó en el embrujo de su voz, en el hechizo de su mirada.
Sólo con posar sus ojos en ella, selló la promesa de su fin.

Se acercó tambaleante,
 con los sentidos obnubilados por su presencia,
 temía que en cualquier momento
 desapareciera semejante tributo a la belleza, que había despertado a su marchita inspiración.
Ella extendió sus brazos y lo miró con una tierna invitación en sus ojos
 a perderse en aquella visión de placer y belleza.

Él, pobre incauto,
 se entrego ciegamente a ella.
Su piel era hielo abrasador en sus manos, sus caricias gélidas torturaban su dermis,
 los labios de ella se posaron sobre su cuerpo, marcando a fuego el deseo final de ese pobre mortal.
Él deseaba fervientemente perderse en los confines de su mundo secreto,
 sentir debajo de su cuerpo cómo ella se retorcía, fría, entre sus brazos,
 llena de placer.
Pero a cada beso,
 a cada caricia que ella le prodigaba como devota amante,
 sentía que la vida se le escapa despacio,
 sin prisas.
En cada gemido.
En cada suspiro.
Y la cruel realidad lo golpeó en el preciso instante en que ella hincaba sus mortíferos colmillos en su cuello.
El dolor más placentero y delicioso se apoderó de todos sus sentidos
 llevándolo a un paroxismo de placer.

Sentía escaparse lánguidamente, con cada succión,
 toda su energía vital; 
saboreaba,
 con dulce expectación,
 el pacifico final que se acercaba.

 Y por fin, en el clímax,
sintió cómo exhalaba su último aliento.

Despacio… 
como el último trago de la copa de vino…

Sublime… 
como la culminación del placer después del acto del amor…

Suave… 
como las caricias después de haberse amado…

Dulce…
como los postreros besos antes de partir…

Doloroso…
 igual que la despedida…

Y lo último que vio, antes de abandonar definitivamente su cuerpo,
 fue la majestuosa visión de aquel mensajero de la muerte,
 extendiendo sus hermosas alas negras.

 Lo último que acarició su cuerpo inerte
 fueron los cabellos de ella
 dejando tras de si los narcisos que serían la única decoración de su tumba.

Y aquella sonrisa diabólica
llena de satisfacción
 alejándose
 por haber logrado castigar su arrogancia.



sábado, 20 de junio de 2015

La gorgona de mi ventana. Parte final.

Hoy en la mañana bajé caminando hasta el pueblo más cercano, llamé a mi abogado y concerté una cita para el día siguiente, como dije al principio de esta historia cumplo un mes en esta casa, su apacible belleza esconde un terrible secreto, creo que la tía Silvia se salvo de la Gorgona por su ceguera, eso me ha dado una idea que me permitirá ganarle la partida al demonio que me acecha por la ventana, todas las noches se acerca hasta la habitación en la que me encuentro, veo su sombra tratando de alcanzarme desde afuera, algunas veces he sentido la necesidad morbosa de tocarla, de averiguar si su poder me alcanzará allí dentro, que su proyección es tan fuerte que me convertirá en estatua solo por el reflejo; pero un espíritu de cordura y razón me detiene, si la tía Silvia pudo sobrevivirla, yo también.

Está noche es como las anteriores, puedo oírla acercándose a mi casa, inundando el silencio con sus siseos y cascabeles, llenando mi cabeza de alucinaciones serpentiles que me consumen; pero no podrá ¡No la dejaré! No permitiré que su maldito hechizo acabe conmigo.

La sombra se proyecta por la ventana, he acercado un espejo para poder verla antes de llevar a cabo mi cometido, quiero conocer el rostro de mis tormentos, la causante de mis terrores nocturnos, necesito mirar sus cabellos horrorosos que se mueven en todas direcciones, su rostro debe estar lleno de las cicatrices de los colmillos de esas bestias venenosas, seguramente las venas de su cara son negras y marcadas por l sangre ponzoñosa que corre dentro de ella, sus ojos han de ser brillantes y oscuros, incluso su propia lengua bifurcada se escapará de sus labios; casi puedo imaginarme su cuerpo de serpiente elevándose del suelo, con sus escamas oscuras, tan duras como el acero, porque ese sonido de arrastre solo puede significar que no tiene piernas, que toda ella es una serpiente enorme con un cuerpo horroroso y mortal.

Ha pasado cerca, varias veces, creo que teme su propio reflejo, así que es precavida y no pasa de un límite prudente, yo he bebido varias copas de un viejo vodka que encontré en la despensa, mi cuerpo debilitado por el miedo no soporta demasiado estas cosas, ya he tomado mi decisión, sólo espero el momento adecuado, no hay marcha atrás, la Gorgona de mi ventana me acecha más intensamente, es como si hubiese adivinado mis intenciones, quedan unas pocas horas, el cuchillo está listo.

Me acercaré a la ventana, y justo frente a ella, donde pueda verme, me sacaré los ojos y se los lanzaré al jardín con un grito triunfante, no podrá tenerme, no podrá conmigo, al final… yo ganaré...


Fin.

jueves, 18 de junio de 2015

La gorgona de mi ventana. 4ta parte.

Los días siguientes los pasé dentro de la biblioteca buscando los viejos cuentos de la escuela, las  grandes enciclopedias de historia y cualquier libro sobre mitología griega que pudiese encontrar; yo recordaba que la horrorosa Medusa había sido decapitada, así qué buscaba febrilmente el nombre original de aquellos monstruos. Las noches me llenaban de horror y de espanto, iba de ventana en ventana viendo la sombra deslizarse por las paredes internas de toda la vivienda; no podía ni pensar en encender las luces de los cuartos y quedar a la deriva sin saber dónde se encontraba, así que me agazapaba en la oscuridad, leía con los cabos de las velas, desesperado que en aquella enorme biblioteca de la vieja Silvia no se encontrase ninguna alusión a la Medusa y su historia.

Un medio día en el que el calor apretaba más de lo normal, me vi en la necesidad de buscar un poco de fresco en el jardín, con un rapto de coraje, antes desconocido, me aventuré a examinar las viejas esculturas de piedra, piezas que no había detallado antes; no entendía por qué los recuerdos no venían a mi cabeza, alcanzaba a saborearlos y luego se desvanecían, pero estando allí, tan cerca de ellas, sirvieron como gatillo y desbloquearon las historias olvidadas. La Medusa volvía a todo aquel que la mirase en piedra, así que al ver todas aquellas esculturas de piedra gris, con sus rasgos demasiado reales supe que en algún momento habían sido víctimas del monstruo que me visitaba en las noches; yo me preguntaba cómo había llegado desde las costas lejanas, en tiempo y distancia, hasta estas tierras, no tenía sentido que algo que pertenecía a otra época y continente hubiese atravesado todo un océano hasta Venezuela, el mundo empezó a darme vueltas, a pesar del ardiente sol que se elevaba incólume en el cielo azul y despejado, yo sentía que mi cuerpo empezaba a sudar frío, la ansiedad subía por mi garganta como si quisiera escaparse en desgarradores y continuos gritos, mis brazos habían cobrado vida propia y conscientes del horror parecían querer escapar dejando mi cuerpo atrás, el corazón se había desbocado en mi pecho y ensordecía mis oídos.

Una ráfaga de viento caliente me sirvió de alivió en aquella soledad, me arrepentí profundamente de haber abandonado la seguridad de la ciudad de Barcelona, era mejor y más sencillos de manejar los horrores humanos. Miré hacia el laberinto de arbustos verdes que se salpicaban aquí y allá de cayenas dobles de un intenso rojo, mis pies me arrastraron por el camino de adoquines y me adentré entre los muros vivos sin mirar atrás; a veces cuando se sabe uno tan cerca del peligro le entra un valor desconocido y prefiere morir luchando que asustado e inmóvil; me encontré con la primera estatua de piedra y tragué en seco cuando vi las líneas expresivas de su rostro, un grito cortado abruptamente, las manos agarrándose la mejilla que probablemente se petrificaba antes de sentir el rasguño desesperado de las uñas, doblé en varias esquinas, sintiendo en cada trago de saliva cómo el frío miedo se asentaba en mi estomago y me lanzaba a un vacío cada vez más negro y profundo, el sol no alcanzaba a calentar esos pasillos, posé una mano trémula sobre la piedra, pude sentirla ligeramente tibia, como si aún quedaran restos de vida en ella; seguí mi camino esperando encontrarme con la terrible mujer de cabellos de serpiente, inmediatamente formulé aquel pensamiento los sonidos inconfundibles de cascabeles y el silbar de las lenguas bífidas inundaron todo el lugar, retumbaban tan fuerte y alto que comprendí que aquel lugar estaba bajo el influjo de alguna maldición antigua, me sentí como los viejos guerreros que se enfrentaron sin ningún arma a la vieja Medusa.

Cada arbusto que se movía era el anuncio de su aparición, a ratos me parecía que de las ramas de los árboles caían los cuerpos brillantes y alargados de las serpientes, juro que vi un cuerpo sinuoso moverse a ras de suelo entre la hierba, alcancé a vislumbrar unas escamas naranjas y negras que me hicieron estremecer, una sola gota de veneno de algunas serpientes podían matar cien hombres, iba a morir en medio del laberinto alcanzado por un colmillo mortífero o la maldición de la Gorgona.

Fue entonces cuando recordé la historia, Medusa no era la única, pero sí la mortal, me enfrento a la maldición de dioses antiguos que ni siquiera son los dioses de mis ancestros, desanduve mis pasos fijando mi atención en las estatuas, memorizando sus rostros y sus expresiones, sintiendo que de algún modo me iba petrificando por dentro lentamente, que ese frío demencial no era otra cosa que mis órganos convirtiéndose en piedra, tal vez esta Gorgona es tan poderosa que no necesito mirarla a los ojos para terminar convertido en roca.

Entré a la casa despacio, como si el peso de todos los años de mi corta vida se hubiesen multiplicado y caído sobre mí en solo un instante, los reflejos que me devolvieron los espejos de la casa eran los de un hombre envejecido, con el cabello cano y deslucido, con la tez pálida y apagada, con profundas ojeras y mirada desencajada.

Al caer la tarde apareció la mujer, se veía cada vez más joven y rozagante, llevaba un vestido de color marrón oscuro, caminó directo al laberinto, se perdió de mi vista rápidamente, supe que era ella, que la mujer era el monstruo que me atormentaba de noche, proyectaba la sombra de sus nefastos cabellos con la intención de torturarme.


Días después descubrí la historia, Euríale era una de las gorgonas.




martes, 16 de junio de 2015

La gorgona de mi ventana. 3era. parte



La primera semana de mi estancia me recluí en mi casa y no me atrevía a salir de ella, ni siquiera cuando veía a la viejita Euríale caminando rumbo al laberinto del jardín. Durante el día no se escuchaba casi nada, de vez en cuando, entre silencio y silencio de las canciones de la radio se oía un cascabel que sonaba oculto entre el monte que empezaba a crecer; sabía que debía recortarlo, mantenerlo muy bajito para que no pudiesen esconderse los odiosos reptiles; en mi creciente y generalizado estado de miedo, nunca me di cuenta que no había visto ni una sola culebra, de ningún tamaño o color, pero yo las veía en mi mente, desplazándose pegadas a la pared, intentando entrar; de noche, a pesar de la música el ruido se volvía insoportable, cuando la oscuridad se apoderaba de las afueras de la casa venía plagada de cientos, miles de serpientes, verdes, amarillas, blancas, negras, manchadas, con cascabeles, grandes y pequeñas, que se movían en la periferia de mis ojos, al borde de la claridad que alcanzaban a percibir mis retinas.

Una mañana de miércoles, creo que ya tendría unos quince días en la casa, decidí salir hasta la ciudad, entré en la primera ferretería que vi y compré una enorme dotación de bombillos. El domingo anterior me había percatado de los postes que rodeaban todo el perímetro de la propiedad, ninguno tenía su bujía, así que me sentí aliviado al poder solucionar el problema de la oscuridad. Llegué de tarde, no esperé a entrar en la casa, me fui con mis bolsas aprovisionando cada lámpara con su reflector (no me arriesgué con simples bombillas de luz débil y amarilla), esa misma noche comprobé que cada una de ellas funcionaba. Mi tranquilidad no duró mucho, a pesar de las potentes luces continuaba escuchando los siseos y cascabeles, no con tanta intensidad ni tan seguidos, pero estaban allí, sonando fuera del alcance de mi vista.

Apagué las luces internas y me fui a dormir, pensando en la necesidad imperante de comprar uno o dos aparatos de aire, las ventanas cerradas a cal y canto volvían la estancia dentro de la casa en una locura infernal; había momentos en que desvariaba, para soportar el calor me mantenía desnudo, sólo usaba unas botas de trabajo de caña alta que me llegaban hasta las rodillas, corría cada tres o cuatro veces a la ducha para refrescarme de aquel calor espantoso; incluso sentir las gotas de sudor recorriéndome la espalda me generaba escalofríos, no podía evitar relacionarlas con los cuerpos de serpientes deslizándose por el suelo.

Saliendo de una refrescante ducha que había ayudado a calmar mis ansiedades, me asomé a la ventana de la sala y la abrí de par en par, desde mi posición podía maniobrar rápidamente para cerrar los vidrios en caso de que algún maldito animal decidiera acercarse; no me preocupó encontrarme desnudo, las botas me proporcionaban cierta seguridad porque dentro de mi demencia estaba claro en que mis puntos débiles eran los pies, los tobillos y las pantorrillas. Vi a la mujer saliendo desde mi derecha, caminaba despacio y llevaba un vestido vaporoso de color amarillo y blanco, caminaba con suavidad pero firme, y llevaba un pañuelo anudado en la cabeza que ocultaba su cabello. Desde mi perspectiva me pareció más joven que otras veces, aunque me admití que no la había detallado más, antes y tampoco recordaba haberlo hecho en mi primer terrible día; era tanta mi concentración que no sentí ni un ápice de vergüenza por estar expuesto de semejante manera, antes bien, me preocupó su seguridad, no alcanzaba a ver sus pies, la hierba alta no me permitía divisarlos debajo del ondulante movimiento de su falda; nunca se giró a verme, caminó siempre derecho al laberinto, se perdió de mi vista en cuestión de unos segundos.

Los minutos pasaron despacio, la claridad del sol fue menguando y mientras tanto aumentaba mi preocupación; de nuestro primer y bochornoso encuentro recordaba a una mujer mayor, así que me sentí muy agitado pensando que oscurecía y que aquella anciana se encontraba paseando en mi jardín; si una serpiente la picaba iba a morir sola, sin poder pedir ayuda, porque a mí me paralizaba el miedo a unos reptiles que no había visto. Cuando por fin se hizo de noche no cabía en mí de tantos nervios, el frío nocturno entraba por la ventana, y las lámparas de mi terreno me mostraban un campo verde y explanado con montículos, aquí y allá, de flores; también podía distinguir con cierta claridad las esculturas de piedra que franqueaban el camino hasta la entrada del laberinto.

Con la luz que les llegaba de diversas direcciones, las estatuas de piedra dibujaban sombras extrañas, la oscuridad en algunas zonas de sus facciones les otorgó un aire siniestro y aterrador; así que cerré la ventana, me di una nueva ducha y me enclaustré en mi cuarto a descansar.

El exiguo aire del ventilador refrescaba mi piel mojada, para combatir aquel asfixiante calor de la casa apagué todas las luces sintiéndome seguro por la claridad de las bombillas externas; fui cayendo en un sopor agradable, me dejé ir al sueño fácilmente porque llevaba noches enteras descansando poco o nada, tenía la esperanza de que una noche de reparación podría sacarme de ese estado interno y frenético en el que había caído desde mi llegada; en las brumas del ensueño pensé que tal vez mi problema se debía al terrible golpe en la cabeza, que no había sido únicamente un chichón, posiblemente había desencadenado alguna alucinación auditiva por el impacto que había dañado mi cerebro, todo era posible, ¡Todo!

En mitad de la noche escuché los cascabeles cerca de mi ventana, cuando abrí los ojos vi una horrorosa sombra que se proyectaba, desde afuera, en mi pared blanca; al principio pensé que sólo era la confusión en mi mente dormida, que no alcanzaba a discernir las formas lógicas escondidas detrás de aquella mancha negra, pero inmediatamente caí en cuenta de que no existía nada fuera de mi ventana que proyectara dicha sombra. Me espabilé presa de los más espantosos presagios, sólo podían ser dos cosas: o me había vuelto definitivamente loco por aquel golpe, o en verdad había una cosa monstruosa fuera de la casa.

No pude moverme de la cama, vi cómo la sombra cambiaba de tamaño, a veces parecía hacerse grande en mi pared, abarcando toda su dimensión, luego se empequeñecía hasta adquirir el tamaño de una persona; su cabeza parecía deforme, como si decenas de tentáculos salieran de ella en todas direcciones, cuando se alejaba la sombra crecía y casi sentía que esas protuberancias temblorosas iban a alcanzarme a través de la oscuridad. Repentinamente mi cuarto se llenó de los sonido siseantes de las serpientes, seguidos por el continuo maraqueo familiar de los cascabeles, entonces la comprensión vino a mí como una ola de agua helada que entumeció todo mi cuerpo, aquellas cosas que yo había tomado por tentáculos eran de hechos serpientes, fuera de mi casa había una persona con una cabellera de serpientes, un ente bífido que me acechaba por las noches, esa cosa se acercaba al borde de la casa y dejaba escapar todos sus sonidos incesantes que me estaban torturando, todas las imagines horrorosas que una imaginación trastornada, como estaba la mía, me inundaron en un segundo y casi me asfixié con el grito que no alcanzaba a salir de mi garganta.
Aquella noche aciaga me arrinconé en una esquina, aferré la delgada manta de mi cama y me arropé con ella como si fuera un escudo protector, cuando amaneció yo continuaba temblando como si el mismo frío se hubiese adueñado de mis entrañas, trataba de buscar en mi memoria cómo se llamaba ese monstruo mitológico que había aparecido en mi jardín.


Entonces recordé las viejas lecturas de la escuela, y el nombre vino a mí con estupor: Medusa.





domingo, 14 de junio de 2015

La gorgona de mi ventana. 2da parte, (relato de horror)

La mañana siguiente me encontró acurrucado en una esquina del sillón de la sala, abrí los ojos despacio, resintiendo la claridad que se filtraba por la ventana, la cabeza me dolía como si millones de terremotos quebraran mi cerebro en miles de pedazos, seísmos que se sucedían uno detrás de otro sin ningún descanso haciendo palpitar mi cabeza. Cuando mi visión se normalizó me encontré con el panorama deplorable de la mesa de centro, en una esquina, una botella de vino se había volcado y parte de su carísimo contenido se había derramado dejando una costra tinta en el suelo de color ladrillo, los restos de comida adornaban los platos de una manera grotesca, sentí vergüenza de mí mismo, me había entregado a una bacanal como la que relataban los mitos griegos, solo que esta vez no habían mujeres para grandiosas orgías.


No sabía si el dolor de cabeza que amenazaba con romperme el cráneo en dos era por la resaca o por el golpe, caminé hasta la cocina arrastrando los pies, saqué una jarra de agua helada de la nevera y casi me la eché encima, quería llorar como un niño, miré el teléfono incrustado en la pared, antes de percatarme estaba marcándole a mi madre con la esperanza de que se viniera unos días de visita, pero antes de que se concretara la idea en mi cabeza me di cuenta que el aparato no tenía tono de marcar; colgué violentamente en un arrebato de frustración que solo empeoró el dolor de mi cabeza, solté un gemido lastimero que se desvaneció en el silencio de aquella enorme casa, vacié unos cubos de hielo en un trapo y me los puse en la frente esperando que el frío entumeciera toda la zona lo suficiente como para poder dormir.

Cuando desperté de nuevo la tarde caía, me sentía mucho mejor y la cabeza parecía dispuesta a darme una tregua; estaba famélico, así que mientras limpiaba el desastre de la casa comía sanduches de queso y tomate. Era de noche cuando salí de la ducha, me apoltroné en uno de los sillones de la biblioteca con un vaso de jugo a un lado y un viejo libro en la otra; previamente había abierto las ventanas con la esperanza de que entrara la brisa nocturna y refrescara el lugar; a pesar del dinero y los arreglos que la tía Silvia le había hecho a la casa, nunca pensó en un aparato acondicionador de aire, solo existía un viejo ventilador de pie, que de ser tan viejo a duras penas movía las aspas. Las horas pasaron lentas y entretenidas, nunca eché en falta la televisión, el libro me mantenía concentrado en la trama, tanto que el vaso de jugo se había quedado olvida en la esquina de la mesa donde lo había dejado. La luz falló por unos minutos, pegué un brinco de susto por el sonido seco que emitió la nevera, me encaminé a ciegas por los pasillos, tanteaba con las manos a la espera de evadir los obstáculos del camino a la cocina, antes de poder encontrar los cerillos y las velas la energía se restauró, pero aún así me eché al bolsillo de mi vieja pijama ambos artículos y caminé de vuelta a la biblioteca, no sin antes echarme un vistazo en uno de los espejos que había en el camino, y comprobar que el chichón de mi cabeza estaba menguando.



Efectivamente la luz volvió a fallar casi apenas haber tocado el sillón, encendí la vela y me acomodé de forma tal que la luz me permitiera leer; en aquel silencio casi demencial me sumergí más en la lectura, una aventura de marineros de la que no recuerdo el nombre. Al principio me pareció que el ruido que se iba metiendo en la casa eran los sonidos peculiares de las noches de los campos, pero cuando los tintineos comenzaron su concierto me helé de miedo. Intenté convencerme de que todo era producto de mi imaginación, que aunque las serpientes de cascabel estuviesen en el jardín, yo no tenía por qué preocuparme, estaba seguro dentro de la casa; pero aún así, el sonido que aumentaba en un crescendo demencial, me mantenía paralizado y llenaba mi imaginación de cientos de serpientes que se movían entre las matas, reptando en dirección de mi hogar, intentando escalar las paredes para entrar por las ventanas. Dejé escapar un gemido lastimero, recordé que la mayoría de las ventanas estaban abiertas con la intención de refrescar la casa; en un arrebato de coraje que nació de un minuto de lucidez, me levanté con la vela en la mano y me asomé por la ventana. La luz de la llama no alcanzaba a alumbrar mucho, era una noche sin luna y no me sentí con el coraje de estirar la mano por fuera de los barrotes de la reja, admito que un miedo inusitado se había apoderado de mí, se ha apoderado de mí desde ese día, me atenaza y a veces siento que me asfixia; cerré la ventana con fuerza, la aseguré y casi corrí hasta la ventana siguiente, la de mi cuarto, la esperma de la vela me caía en la mano quemando mi piel, la llama vacilaba y a ratos parecía que iba a apagarse, todas las veces que se redujo tanto que pensé que me quedaba a oscuras, instintivamente me llevaba la otra mano al bolsillo y palpaba la caja de fósforos para tranquilizarme.



Llegué a la ventana de la sala, la última por cerrar, respiraba con dificultad debido a mi arrebato de pánico que me hizo correr entre la penumbra esquivando los muebles que a ratos parecían saltar sobre mí, aquella oscuridad se sentía como un ente vivo y sólido, al que las fuerzas exiguas de mi diminuta luz le costaba atravesar, así que cuando me detuve frente a la ventana no me pareció extraño ver cómo se movía casi perezosamente; estiré el cabo de vela para poder distinguir mejor, pensé que lo que se agitaba era una serpiente pesada y oscura, una bestia capaz de destrozarme los huesos con su mortal abrazo y engullirme en minutos ¿Acaso no eran las tragavenados culebras enormes que se podían tragar un maldito venado? En cuestión de segundos pensé en mis opciones, era desesperante sentirme indefenso, no era muy amante de los reptiles, pero jamás en mi vida me había sentido tan aterrado por las culebras, no encontraba un motivo racional para el miedo que me atenazaba, las extremidades las sentía heladas, ya me había insensibilizado a las quemaduras de la esperma, parecía que la oscuridad era un mundo extraño plagado de monstruos escamosos que querían subirse por las paredes y caerme encima, inoculándome sus venenos malditos que acabarían conmigo en cuestión de segundos; aquel sonido infernal se propagaba mágicamente en las estancias, casi sentía que las serpientes estaban acercándose por mi espalda, los siseos de aquellas lenguas bífidas eran como caricias asquerosas que me hacían erizar la piel; di un paso, luego otro, me acerqué al borde de la ventana, lo suficiente para que la vela arrojara su débil luz sobre ella, no había nada allí, no había ninguna constrictor esperando en la jardinera para asfixiarme y romper mis huesos en miles de pedazos. Cerré con delicadeza y solté un suspiro que distensionó mi cuerpo tan rápidamente que sentí que los brazos y las piernas se desprendían de mi tronco. En ese momento llegó la luz, aliviado de que la oscuridad se hubiese disipado revisé meticulosamente cada esquina del lugar, debajo de cada mesa y silla, todo con el fin de asegurarme que no había ninguna culebra que me fuese a picar mientras dormía. Me encerré en mi cuarto, dejé todas las luces de la casa encendida, apenas le pasé el pestillo del seguro a la puerta me percaté de que continuaba sosteniendo la vela, sentado al borde de la cama empecé a quitarme las conchas de esperma seca que se habían adherido a mis dedos y piel, agudizando el oído esperando escuchar el ruido de las serpientes de nuevo; me metí entre las sabanas lleno de un miedo desesperado, repitiéndome, casi como un mantra, que yo era un hombre valiente; pero cada vez que cerraba los ojos escuchaba los siseos y los cascabeles; todavía, mientras escribo esto, los escucho, ya no importa si es de noche o día.




miércoles, 10 de junio de 2015

La gorgona de mi ventana. 1era parte (relato de horror)

Hace exactamente treinta días que mi calvario comenzó, al principio no reconocí el peligro al que me exponía, pensé que mi suerte maldita estaba cambiando y que finalmente mi futuro brillaría con una estrella diferente. Dos meses atrás recibí la noticia de que una tía abuela que solo vi una vez en mí vida había dejado en heredad su vieja casa de campo, en la que había vivido toda su longeva existencia, al pariente en edad adulta que no tuviera casa; casi no pude creérmelo, ni siquiera cuando mis hermanos se burlaron de mi buena suerte; yo, el parasito pestilente, que solo servía para criar garrapatas en el sofá podrido de la casa de mi madre, recibía como por acto de magia una vivienda solo para mí.

Dicha casa, que nunca había visitado, se encontraba a la salida de la ciudad, tomando la autopista principal hacia P., yo no disponía de un vehículo propio, pero tampoco tenía en propiedad gran cosa más que una maleta vieja y descocida donde cabían todas mis pertenencias, una portátil tan antigua que era casi obsoleta y un par de zapatos que daban lástima. Me apersoné en la vieja casa, gastándome el poco dinero que me quedaba en una caja de cigarrillos, una botella de un ron no tan bueno para celebrar y el pasaje en autobús que me llevaría a mí nueva propiedad.

Al divisar la estructura me sentí pletórico de emoción, disponía de una hermosa vivienda de estilo colonial, con un amplio jardín delantero, delimitado por un muro ocre erigido con piedras de río, construcción típica de la zona; no me importó que mi capital se hubiese reducido a cien bolívares que con suerte me alcanzarían para comerme un par de perros calientes, que probablemente no conseguiría en aquella zona tan alejada de un centro urbano; en ese instante me sentí el hombre más afortunado del mundo.

Cuando me bajé del autobús y caminé por el camino de grava, gris y blanca, hasta el portón de piedra de la casa, salió un hombre mayor, algo enjuto, se presentó como el abogado de la vieja tía Silvia y me hizo pasar al interior. Dentro el ambiente se tornaba un poco frío algo que recibí con alegría tras el calor sofocante y reseco del exterior; el hombrecito iba recitando las mejoras que la tía abuela le había hecho, las tejas eran nuevas y de arcilla, el piso de terracota pulida tenía apenas un año de antigüedad, la casa no poseía jardín central como los modelos clásicos porque tenía una extensión de terreno en la parte de atrás con un grandioso jardín plagado de esculturas de piedra que doña Silvia había estado coleccionando toda su vida. Cinco espaciosas habitaciones con ventanas de vidrio (se habían sustituidos las de madera) rectangulares y alargadas que se abrían hacia el interior, rematadas con sus rejas de hierro forjado y su respectiva jardinera donde crecían bellas las onces que se derramaban por la pared como una cascada verde, blanca y fucsia hasta el suelo, techos de madera altos y frescos, paredes de un tono crema acogedor que combinaban con los muebles antiguos y bien cuidados, y una magnifica biblioteca con un pesado escritorio de ébano que por alguna razón me hizo sentir sumamente importante. Jamás imaginé que dicho mueble me serviría para escribir estas palabras, que esta casa que en un principio me pareció acogedora, terminaría siendo un infierno plagado de horrores.

Antes de marcharse, el abogado me refirió el resto del testamento, la tía abuela Silvia no solo me había dejado la casa, sino además, una cuantiosa suma de dinero con la condición de que no vendiese la casa que con tanto esfuerzo ella había restaurado y mantenido. Yo no cabía en mí de la emoción, había salido de casa de mi madre con su bendición y con las burlas de mis hermanos que apostaban que la casona no iba a durar en mis manos más que unas pocas semanas, que la vendería únicamente para poder pagar unas cuantas noches de juerga, ron y libros; pero allí, recibiendo aquella noticia, asegurada una mensualidad más que holgada que me permitiría vivir tranquilo y sin preocuparme por lo menos por los siguientes diez años, en lo único que podía pensar era en las caras de mis familiares y amigos cuando supieran que a partir de ese momento yo, de verdad, me convertía en todo un señor.

―Una última advertencia― dijo antes de bajar hasta la carretera ―Doña Silvia hacía mucho hincapié en que le dijera sobre las culebras―.
―¿Culebras?― pregunté frunciendo el ceño y entrando a la casa, asomé la mitad del cuerpo por el umbral de la puerta y miré en ambas direcciones esperando que un cuerpo marrón y escamoso pasara arrastrándose entre las coquetas.
―Sí, la señora era ciega, perdió la vista muy, muy, muy joven… siempre amó los libros y es por eso que hasta el final de su vida los coleccionó, aunque no es eso lo que quería decir― sacó un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y se lo pasó por la frente sudorosa ―Doña Silvia decía constantemente que escuchaba los silbidos de las serpientes en los alrededores de la casa, incluso en alguna ocasión escuchó las maraquitas de algunas cascabeles, así que tenga cuidado―.

El abogado bajó hasta la calle, atravesó el asfalto y me saludó con la mano desde el otro lado, yo le correspondí con una sonrisa que me atravesaba el rostro de oreja a oreja.

Treinta días se cumplen de aquella mañana; recuerdo que encontré la nevera a rebosar de comida, uno de los cuartos había sido acondicionado como una bodega de vinos y licores, allí dejé olvidada la botella de ron barato y escogí tres botellas llenas de polvo que me parecieron las más costosas de la pequeña colección, me preparé un cuantioso almuerzo, realmente era todo un banquete como para cuatro o cinco personas, con carnes, pollo, quesos, frutas, panes y todo cuanto encontré de marca en la nevera, y encendí el único aparato de distracción de la casa: un enorme equipo de sonido que se encontraba en la sala y con el que reproduje las viejas canciones de antaño que la tía abuela Silvia tenía en su repertorio.

La caída de la tarde me cogió medio borracho en el suelo de la sala, entonando los boleros a viva voz mientras masticaba un muslo de pollo frito y me regodeaba en mi buena suerte y felicidad; cuando miré por una de las ventanas que daban al jardín vi que una anciana caminaba entre los arbustos de cayena, en mi total embriaguez de opulencia y buena suerte, me ofusqué, considerando aquello una intrusión en propiedad privada.

Salí tambaleándome por la puerta trasera, cuando me puse de pie explotó en mi cabeza una borrachera descomunal, caminé vacilante por el sendero de adoquines que serpenteaba entre la grama y las cayenas, cada metro que avanzaba me obligaba a cruzar una esquina rematada con una escultura de una persona a tamaño natural; en ese momento creí que las expresiones de horror en aquellos rostros se debían a mi percepción alterada, sin percatarme había entrado en un laberinto de arbustos que sobrepasaban mi estatura, todo era verde y gris, frío y silencioso, tantos dobleces y esquinas, caminos sin salida, terminaron por marearme, en un vértigo inesperado caí de bruces sobre un banco de cemento, con la mitad del cuerpo sobre la silla y las piernas desfallecidas en el suelo luché por no  desmayarme, la misma fuerza con la que luché para no vomitar; respiré profundo un par de veces, me incorporé lo suficiente para estirarme boca arriba sobre el banco y esperar a que el mundo dejara de dar vueltas a mi alrededor, el viento comenzó a soplar, no podía sentirlo, pero el arbusto a mi izquierda vibraba por los embates de las ráfagas, miré al cielo que poco a poco iba cambiando de tonalid
ad, por el este se acercaba indetenible la noche y las nubes blancas se desvanecían en el naranja del oeste. El silencio fue sustituido por el rechinar de los grillos, o eso creí durante un breve lapso de tiempo, hasta que identifiqué un siseo desagradable que me congeló la sangre y despejó un poco mi mente, recordé que el abogado me había advertido de las serpientes, aunque en algún lugar de mi inconsciencia había leído que a las culebras no le gustaban los climas fríos, y aquel crepúsculo que me caía encima era helado.

El sonido se hacía cada vez más fuerte, casi podía imaginar cómo se deslizaban hasta donde yo me encontraba indefenso, no solo sentí miedo, me sentí expuesto y vulnerable en aquel lugar, quise levantarme pero caí de bruces al primer intento, el golpe contra la placa de cemento del banco me sacó todo el aire de los pulmones; un roce en mi pantorrilla me hizo saltar y encogerme en posición fetal, pensando que tal vez, si no me movía, si no respiraba, las serpientes que se acercaban a mí, no notarían mi presencia. Sobre el insoportable sisear empecé a escuchar los sonidos peculiares de los cascabeles, la mano gélida del terror aferró mi cuello y creí encontrar mí fin en aquel hermoso y, a la vez, tenebroso jardín; maldije mí suerte y mi mala estrella, incluso allí, tan lejos de la ciudad, tan distante de mis hermanos y familia, me alcanzaba la nefasta suerte que me había acompañado casi desde mi nacimiento.

Los cascabeles se acercaban, el sonido era tan embriagador que casi podía percibirlas a ras de suelo pasando muy cerca de mí, tomé todo el aire que pude y lo contuve en mis pulmones, cerré los ojos esperando que no verlas ayudara a soportar mejor aquella tortura, aunque sentía que se estaban agrupando a mi alrededor, como si el piso estuviese tapizado con sus cuerpos oscuros y escamosos, en algún momento tendrían que marcharse. Yo sentía que las horas pasaban a mi alrededor, mi mente volaba caótica en todas direcciones, casi podía reírme de mi mismo al imaginar lo ridículo que me veía pasando la noche sobre un banco de jardín a pocos metros de mí propia casa, incapaz de moverme por miedo a que las serpientes me picaran y muriese envenenado sin siquiera haber disfrutado de mí herencia.

―Hijito ¿Estás bien?― pegué un brinco al sentir el tacto de algo frío y escamoso tocando mi mejilla, también grité con fuerza y me sacudí la cara con violencia, en ese momento no me importó caer al suelo y correr, con algo de suerte no me picaría ningún maldito ofidio venenoso, pero la borrachera se había acentuado tanto que inevitablemente me tambaleé y caí de bruces, enredado con mis propios pies; abrí los ojos a tiempo, solo para ver cómo me estrellaba contra un suelo duro y gris, con el rabillo del ojo alcancé a distinguir un tobillo blanco que daba un salto como poniéndose a resguardo de mí.

Como si la borrachera no hubiese nublado mis sentidos lo suficiente, un doloroso chichón comenzaba a formarse en mi frente, el lado del impacto me palpitaba ferozmente, los oídos me vibraban ensordeciendo la voz de la anciana que se inclinaba sobre mí, el cielo no estaba tan oscuro como pensé que estaría, logré incorporarme apenas cuando tuve que doblarme sobre mi estomago y vomitar todo su contenido, una mezcla de vino y alimentos nada agradable. La viejita empezó a darme golpecitos cariñosos en la espalda, no alcanzaba a entender todo lo que decía, entre mis tímpanos excitados y mis sonoras arcadas, solo pude imaginar que recitaba toda clase de remedios caseros y naturales para mis malestares. Finalmente el ragnarok de mis intestinos se detuvo y pude tomar una bocanada de aire que me produjo más arcadas, pero por suerte, no más vómitos.  


―Me llamo Euríale, hijito… Solía venir a conversar con Silvia todas las tardes, caminábamos por el jardín hasta que se hacía de noche, no he dejado de hacerlo, aún cuando la pobrecita Silvia ya no viene conmigo―. Su voz sonaba apesadumbrada, parte de la borrachera se había dispersado tras mi vergonzoso accidente estomacal, la cabeza todavía me daba vueltas, pero era producto del golpe más que del alcohol. Intenté decir algo inútilmente, ella pareció percatarse de mi terrible estado, así que me tomó del antebrazo y me guió con su paso vacilante de vuelta a la casa. Intenté balbucear algo, decirle que había oído a las serpientes, que debía moverse con cuidado entre los senderos y arbustos, pero las palabras no salían de mi boca, el solo evocar el episodio vivido hacía que el miedo cerrara aún más mi garganta. Llegamos a la casa en cuestión de minutos, traspuse el umbral de la puerta presa de una agitación que iba más allá del golpe en la cabeza o de los vapores etílicos que aun quedaban en mi organismo; tomé una ducha fría que terminó de despejar mi mente, pude notar el prominente golpe que me había dado en la frente, era una montaña caliente y enrojecida que deformaba mi ceja y se extendía por el resto de mi cabeza, escondiéndose en la pelambre negra que solía tener por cabellera. ¡¡Ahora que me detengo a pensarlo!! ¡Todos los sucesos acaecidos me han convertido en un anciano prematuro! Ahora mi cabellera es una densa nevada que brilla cuando el sol le cae encima ¡Pobre de mí! Ciertamente la mala estrella de mi nacimiento me ha alcanzado ahora. Aquella noche me sumí en un sueño inestable, un sueño febril que me hizo saltar entre la vigilia y el mal descanso, el dolor me atenazaba la cabeza y no había ni un solo analgésico en toda el lugar, creo que tomé unas cinco o seis tazas de manzanilla; cada vez que me levanté de la cama y fui tambaleándome hasta la cocina, escuché los cascabeles de las serpientes por los alrededores de la casa, algunas veces se oían distantes, como si la noche los trajera desde muy lejos, otras, casi podía asegurar que estaban al borde de la ventana, a punto de entrar.

lunes, 25 de mayo de 2015

Apsará (Relato erótico)

Ella baila, yo la observo.

Se mueve lentamente al ritmo de la música, esta parece tocar solo para ella, puedo imaginar las notas rasgando el aire, intentando acortar las distancias entre ellas y su nívea piel, la envuelven en su eco vibrante y ella se desplaza grácilmente por la pista, abrazando la melodía, conjugándose ambas en una sola.

Como todas las noches de los viernes, suele llevar un bikini rojo, aparece sentada en una silla plegable con los ojos cubiertos por el ala de un sombrero negro, su cabello corto pegado a su nuca y en un pose que realza todas las líneas vibrantes que definen su cuerpo; las curvas suaves de sus muslos y senos, las fuertes rectas de su espalda límpida, la sensual línea de sus labios carnosos entreabiertos dejando escapar una silenciosa exhalación.

La música suena y su mano enguantada se agarra de su cuello, como si intentara ahogar un gemido que desea escapar de su boca encendida, pasa la punta de su lengua con suavidad por ellos en un gesto lánguido y sensual; su otra mano se desliza por su muslo hasta llegar al borde de su zapatilla de tacón, acaricia su piel brillante, dándole a entender con ese gesto a todos los presentes que ella, y solo ella, puede tocar.

Varios reflectores se encienden e iluminan todo su cuerpo; se desplaza por la diminuta pista con vulgar sensualidad, con soltura casi etérea, en su mente ya no hay nadie frente a ella, su danza se convierte en su único lenguaje, debajo de su piel hay historias que contar, dioses por seducir, hombres que conquistar.

Yo, enciendo el cigarrillo y bebo un sorbo de mi copa, el licor ambarino y ardiente me hace pensar que así debe ser un beso de sus labios; imagino, que cada pliegue de mi cuerpo se abrasaría con el simple contacto de su boca, su aliento caliente me insuflaría deseo y desesperación furiosa, estaría dispuesto a morir calcinado por sus besos, convertirme en cenizas que se posarían a sus pies mientras ella baila para mí.

En este momento somos ella y yo, ella baila, yo observo; me dejó arrastrar por sus cadentes caderas en movimiento; suspiro, me dejo arrastrar hasta sus manos enguantadas… me dejo arrastrar por mis deseos por ella, por el deseo de ser sus manos enguantadas que la tocan, esos dedos juguetones y traviesos que se desplazan a su entrepierna, que la excitan y la torturan con el placer, quiero yo ser el verdugo que la someta a la agonía de un orgasmo celestial.

Gira y gira, estira su pierna interminable y salva las distancias entre ella, en su plataforma, y yo, en mi rincón oscuro; siento que la apoya sobre mi pecho y puedo desgranar mis besos hambrientos sobre su rodilla, sonríe victoriosa, agarra mi corbata y la estruja ligeramente en su puño, danza frente a mí, al alcance de mis dedos, estiro mi mano para aferrarme a su cintura sin conseguir su cuerpo; acentúa su sonrisa ponzoñosa mientras se estira sobre mi pecho y puedo aspirar su aroma, una mezcla entre humo de cigarrillos y bourbon; está presente y no está, comprendo que solo es el humo gris y agrio de mi cigarro que ha tendido una trampa mortal, un puente deleble entre ella y yo, entre mi apsará mágica y este pobre mortal.

Le doy una calada a lo que queda del moribundo pitillo que descansa en el cenicero y dejó escapar el humo plagado de besos reprimidos con la esperanza de que se mezclen con la música y se posen en su piel y en sus labios. Me inclino hacia adelante y bebo de un solo trago lo que queda en mi vaso, lo retengo en mi boca antes de tragarlo, el ardor excita mi gusto, activa mi lengua y me veo a mi mismo lamiendo un camino desde su muslo hasta su sexo, ella sonríe inmutable ante la caricia húmeda de mi lengua, quiero beber de ese manantial que brota de su sexo, quiero que se corra sobre mí, que se venga en mi boca, que desborde su orgasmo en mis labios sedientos.

Pero de nuevo se aleja, danzando desde mis fantasías hasta el escenario, me inflamo de deseo, la observo, me torturo.

Ella se inclina, abre los labios en un suspiro del que solo brota música, con un gesto vulgar de puta mística se saca el corpiño, libera sus senos y todo el salón se queda sin aliento; gira, se toca, se aprieta y puedo ver como sus pezones oscuros se endurecen; me muerdo los labios con violencia, y por ese segundo mis dientes mordisquean sus carnes, son mis manos duras y toscas que las aferran su cuerpo y la someten; y en ese rapto salvaje y desmedido penetración de mi hombría entre sus piernas no puede evitar gemir y estremecerse; no puede evitar suplicarme por más.

Un brazo desconocido interrumpe mi visión, escucho el liquido caer dentro del vaso, una mujer rubia y descolorida espera a mi lado, saco el billete del bolsillo, pago mi bebida, enciendo un cigarrillo, oigo como se marcha y mientras le doy una calada al pitillo, me concentro en ella de nuevo, intento atraerla, atraparla en mi mente, poseerla eternamente.

Pero ella baila, yo observo; como todos los que esta noche de viernes han ido a verla; suspiran por sus muslos firmes, desean ahogarse en el doloroso deseo de hundirse entre ella, poseerla de todas las formas posibles, corromperla en su danza sensual y provocadora.

En un último arrebato se arranca el resto de su minúsculo atuendo, nos obsequia el secreto de sus labios verticales, un pubis rematado en un delicado bello oscuro, la entrada mística a los confines de su placer; se toca descaradamente, y siento como mi miembro se recrece en mi pantalón, sonríe con maldad, con provocación; danza intensamente en un frenesí erótico, la música se acaba de golpe y después de terminar en una pose sugestiva, se cubre con pudor sus adorables montañas mientras jadeante se aleja hacia la oscuridad del fondo del escenario, de vuelta al camerino; pero en ese movimiento fugaz de retirada yo he visto la sonrisa en sus labios, la mirada divertida y llena de ironía, ella nos domina; ella baila, nos somete, nosotros observamos, somos sus esclavos.

Me bebo el bourbon de un solo trago, el líquido ardoroso baja por mi garganta enardeciendo aún más mi deseo, puedo sentir en mi pantalón mi miembro latiendo desesperado reclamándome sosiego. Salgo de aquel antro, su templo de diosa prostituta, me alejo de allí ahogado por el deseo, ella baila en mi cabeza, y en cada esquina de la calle la veo brotar del aire, aferrarse al poste, girar y extender su mano incitándome a seguirla.

El pequeño cuarto que es mi morada se antoja frío y seco, enciendo un cigarrillo y del humo que sale de su punta al rojo vivo la veo danzar, surge de la oscuridad; el humo dibuja sus curvas envuelta en finas sedas, su figura aumenta hasta adquirir la altura natural, estira su mano, me roza imperceptiblemente con sus dedos y una música sobrenatural suena; ella baila, yo observo.

Esta vez no hay tela que aprisione sus atributos, su pecho firme se bambolea sensualmente con cada paso que da, puedo sentir sus nalgas restregándose en mi cuerpo, regodeándose en mi sexo, provocándome sin pudor ni vergüenza.

Su boca se abre y yo me aferro a su lengua, sus besos son calientes y su aliento me abrasa, tal y como he imaginado, me quemo por dentro, me consumo con la llama del deseo que sus besos malditos insuflan en mi.

Me empuja al borde de mi cama, al borde de un abismo, me empuja a una caída placentera de locura y perdición, ella se eleva ante mí y danza a escasos centímetros de mi cuerpo, exuda su calor y vitalidad sobre mi; puedo oler el deseo que mana de ella, se desliza por su muslo, inunda mis fosas nasales y me enloquece; me aferro a sus muslos y lamo con pasión el elixir de placer de su interior, se engancha a mis cabellos y gime musicalmente, mueve sus caderas al ritmo de esa melodía silenciosa y con ellas mece mi cabeza asegurándose de que no pueda escapar.

Pero yo no deseo hacerlo, la atraigo hasta mi y la beso desesperado, responde con risitas malvadas, me domina y lo sabe, se deshace entre mis manos como el humo del cigarro y se materializa de pie frente a mí; y baila, yo observo.

Me desnuda con manos suaves y amorosas, acaricia mi piel con su diáfana piel, sus besos dejan rastros de piel quemada allí donde se posan, gimo indefenso con cada toque, me dedica una mirada llena de lujuria, un sonrisa lasciva, se inclina y me toma con delicadeza y envuelve mi sexo en un húmedo beso, su lengua juega con él, me recorre diestra y dispuesta, de mi garganta se escapan sonidos inhumanos y guturales, estoy a punto de explotar, por fin obtendré el alivio ansiado por mi miembro; y justo cuando estoy por alcanzar la tan deseada cumbre, ella se deshace, de nuevo es humo de cigarro, y escucho su risita traviesa y el eco rebota en mis paredes hiriendo mis carnes desnudas.

Entonces me doy cuenta que se ha consumido el cigarrillo, y ella, como un oráculo antiguo, solo aparece en medio del humo.

Enciendo uno nuevo y le doy una calada profunda y agónica, el humo ondula en la oscuridad del cuarto maltrecho, y la veo acercarse acechante y sigilosa, juguetona y casi infantil; mi deseo se inflama violentamente, no puedo dejarla escapar, intento asir la nada de su cuerpo mientras danza a mi alrededor, pero se me escapa de entre los dedos, desespero y sufro, quiero gritar de frustración, ella se ríe, baila, y no me queda más alternativa que observarla.

Gira, se contorsiona, se toca con premeditada lentitud parsimoniosa, se pone al alcance de mis manos, se aleja, danza y danza con energía, con erotismo, se eleva en medio de la oscuridad y la inunda con su espectral esplendor, estira su mano, me deja aferrarla, la atraigo hasta mi y giro con ella, sonríe, la aprisiono con mi cuerpo, me introduzco en sus suaves carnes, su interior es un abrazo húmedo y acuoso, un océano de sensaciones placenteras en el que naufragaría sin dudarlo, gime en mi oído, entierra sus uñas afiladas en mi espalda, se arquea debajo de mi cuerpo y yo por fin mordisqueo sus pezones oscuros y erectos, lamo con lujuria el diámetro de su aureola, me afinco en sus caderas con movimientos duros y violentos, esto no es amor; ella ríe, gime, me incita, es una súcubo que ha venido a devorarme, me ha hechizado con sus danzas malditas, me ha hecho caer derrotado dentro de su cuerpo.

Sus piernas se enroscan en mi alrededor, sus besos abrasivos llueven a mi alrededor, mi cabeza se derrite en medio de ese calor lujurioso y mi miembro se ahoga en ese mar cálido en el que se hunde mi ingle, soy un animal salvaje y perdido, no soy dueño de mi mismo, no hay marcha atrás, atacó sus pezones con mordiscos agresivos, estoy a punto de explotar, de conseguir el alivio, de liberarme de ese deseo opresivo, puedo sentirlo surgir desde mi vientre, un volcán erupcionando que pronto explotará dentro de ella; desde el mar de su sexo oleadas refrescantes acarician mi miembro, y con un grito moribundo me rindo, mi orgasmo se derrama dentro de ella, pero se ha disuelto, como el humo, y solo estoy yo sobre la sabana derruida, y las huellas de un acto que nunca ha de ocurrir.

Ella se ríe, sin fuerzas me levanto y enciendo un cigarrillo, baila fuera de mi alcance, sobre los montones de libros acumulados en las esquinas, encima de la minúscula mesa, baila y baila, yo observo.

Cada calada es como un beso ardiente, ella me lanza una mirada seductora por debajo del ala del sombrero, sonríe, se relame los labios, se inclina un poco, baila.

Y descubro que soy prisionero de su influjo, de esa dulce apsará que no dejará de bailar, soy esclavo de los deseos que su mirada de ramera mitológica despierta; la evocaré entre el humo del cigarro y las volutas de mi boca, danzará hasta mí y me devorará con lujuria; cada noche de cada viernes abandonará la realidad de su escenario y bailará aquí, en medio de mi decadencia y abandono, me torturará acá, desde el humo del cigarro que sube ondulante hacia la oscuridad.

Mientras la observo hipnotizado, suenan a lo lejos unas campanadas, el humo se disuelve, ella se desvanece, estiro mi mano tratando de alcanzarla, enciendo un cigarrillo, el último de la caja, acciono el encendedor, la llama se mece por una brisa ligera que se cuela desde la única ventana de mi habitación, lo acerco a la punta del pitillo, el fuego lo acaricia suavemente tal cual como lo hizo su lengua, la punta se enciende al rojo vivo, inhalo desesperado, buscando verla, pero no aparece.

He consumido medio cigarrillo, miro el reloj, pasan dos minutos de la media noche, es sábado, el hechizo se ha roto.

Volveré el viernes, al mismo lugar, pediré bourbon, compraré una caja de cigarrillos, esperaré que aparezca en el escenario, con su diminuto bikini rojo; fantasearé con sus carnes trémulas, con sus besos calientes y húmedos, me tocaré en su honor y en el paroxismo de mi orgasmo soñaré con su sexo ardiente; y cuando finalmente salga a escena bailará; y yo la observaré.