miércoles, 24 de junio de 2015

El Cantar de la Sirena (Poema Gótico)

Una noche, sumido en sus cavilaciones y carente de inspiración divina
el poeta, incrédulo y  desesperado
imploró a los dioses de la noche y la oscuridad, le otorgaran el don de la elocuencia.
Suspiraba de desesperación, cual amante abandonado
 al frío destino de la soledad maldita de los que han amado
 y han sido legados a los confines del recuerdo y el tiempo
 donde todo se convierte en una mancha borrosa
 y una historia amarga en un encuentro de copas.

Lloraba por dentro en cruel agonía
 sus manos habían dejado de manar ese dulce néctar de sapiencia
 y ahora las paginas en blanco creaban una alfombra pérfida carente de genialidad.
Cansado ya de su fracaso
 tras infructuosos intentos de invocar, siquiera, una palabra consoladora 
que demostrara que, después de todo, aún quedaban gotas en aquel manantial que él llamaba iluminación y creatividad
 se dio por vencido y empezó a beber.

Bebía abatido, copa tras copa de Bourbon,
 ahogando sus pensamientos en alcohol, 
esperando caer en ese estado de ensueño, donde las líneas de la realidad y la fantasía de su mente se yuxtaponían
 y todo se convertía en parte del mismo mundo irreal.

Pero, aun así no pasaba nada.
Entre los vapores del alcohol que nublaban su mente,
 ya casi al final de la conciencia 
antes de caer derrotado por la etílica, 
el aterrorizante ulular de una lechuza inundó la habitación con ensordecedora potencia,
 como si la poderosa Atenea hiciera chocar su lanza dorada contra el impávido escudo de la ignorancia, 
haciendo vibrar la estancia, 
amenazando su estabilidad,
 casi sintió que el mundo se le venía encima
 y de algún modo había encontrado el fin de su agonizante genio.
Pero así, como empezó, 
con la fuerza de lo sobrenatural,
 terminó,
 en un silencio sepulcral.

Sobre la mesa
 la botella derramaba su contenido,
 bañando los borrones de un remedo de poema.

Tal era el silencio
 que ni su propio corazón parecía latir dentro de su pecho.
La luna perdió su brillo y majestuosidad… El mundo a su alrededor perdió vitalidad.

Atroz y torturador silencio
 que parecía filtrarse dentro de sus huesos
 pudriéndolos despacio…

…Silencio
 como el que encontró esa noche, en su mente, cuando empezaba a componer.

Y a través de la ventana vio un camino.
Y tuvo la certeza de que había llegado la hora de morir.

Caminó despacio por la sinuosa senda que lo conduciría a su última morada,
 expectante y temeroso;
 no sabía qué monstruos se escondían en los recovecos de su psiquis.
No conocía las terribles quimeras que acechaban en los rincones de su mente
 y que amenazaban con saltarle encima
 y devorarlo en un frenesí canibalesco.

Con aquella lúgubre luz de luna
 siendo testigo de su caminata final 
escuchó a lo lejos la melodía más hermosa que alguna vez en su vida 
hubiese escuchado el más afortunado de los mortales.

La dulce voz calmaba su angustiado corazón,
 hacia bullir su cabeza con miles de pensamientos que danzaban al compás de aquel canto celestial 
formando suavemente el mas dulce de los poemas que cualquier amante enamorado pudiese en esta vida componer.
Millones de palabras sublimes tejían, en su otrora seco cerebro,
 las estrofas más gloriosas
 exaltando la belleza de aquella desconocida que bendecía con su excelsa voz
 los últimos momentos que pasaría en esta tierra estéril de inspiración.

Sus pies caminaban solos,
 guiados por las hipnóticas notas,
 ningún flautista lograría jamás tal devoción ciega.

Y allí, 
en medio de un claro, 
donde un pequeño lago refulgía con el esplendor de semejante aparición; 
allí, 
como si la propia luna se hubiese manifestado bajo el cuerpo de una sensual y tentadora mujer, 
resplandecía con luz propia la más extraordinaria de las visiones.

Su cuerpo extremadamente níveo
 descansaba sobre la orilla en un lecho de narcisos, cual ninfa griega.
Sus cabellos
 salpicados de brillantes gotas de rocío semejantes a perlas radiantes, 
se perdían junto a las preciosas flores en aquel mar oscuro y ondulado,
 donde él se hubiese sumergido gustosamente.
Sus labios voluptuosos 
cantaban la más hermosa melodía, y su voz 
era la de los mismos ángeles.

Y las curvas de su cuerpo
 eran la invitación a un mundo lleno de placenteras sensaciones,
 la promesa de un mejor y más maravilloso reino.

Y sus ojos…
¡Oh sus ojos…!
Deslumbrantes ventanas a un universo
 poblado de las más resplandecientes estrellas.

Y el poeta cayó en el embrujo de su voz, en el hechizo de su mirada.
Sólo con posar sus ojos en ella, selló la promesa de su fin.

Se acercó tambaleante,
 con los sentidos obnubilados por su presencia,
 temía que en cualquier momento
 desapareciera semejante tributo a la belleza, que había despertado a su marchita inspiración.
Ella extendió sus brazos y lo miró con una tierna invitación en sus ojos
 a perderse en aquella visión de placer y belleza.

Él, pobre incauto,
 se entrego ciegamente a ella.
Su piel era hielo abrasador en sus manos, sus caricias gélidas torturaban su dermis,
 los labios de ella se posaron sobre su cuerpo, marcando a fuego el deseo final de ese pobre mortal.
Él deseaba fervientemente perderse en los confines de su mundo secreto,
 sentir debajo de su cuerpo cómo ella se retorcía, fría, entre sus brazos,
 llena de placer.
Pero a cada beso,
 a cada caricia que ella le prodigaba como devota amante,
 sentía que la vida se le escapa despacio,
 sin prisas.
En cada gemido.
En cada suspiro.
Y la cruel realidad lo golpeó en el preciso instante en que ella hincaba sus mortíferos colmillos en su cuello.
El dolor más placentero y delicioso se apoderó de todos sus sentidos
 llevándolo a un paroxismo de placer.

Sentía escaparse lánguidamente, con cada succión,
 toda su energía vital; 
saboreaba,
 con dulce expectación,
 el pacifico final que se acercaba.

 Y por fin, en el clímax,
sintió cómo exhalaba su último aliento.

Despacio… 
como el último trago de la copa de vino…

Sublime… 
como la culminación del placer después del acto del amor…

Suave… 
como las caricias después de haberse amado…

Dulce…
como los postreros besos antes de partir…

Doloroso…
 igual que la despedida…

Y lo último que vio, antes de abandonar definitivamente su cuerpo,
 fue la majestuosa visión de aquel mensajero de la muerte,
 extendiendo sus hermosas alas negras.

 Lo último que acarició su cuerpo inerte
 fueron los cabellos de ella
 dejando tras de si los narcisos que serían la única decoración de su tumba.

Y aquella sonrisa diabólica
llena de satisfacción
 alejándose
 por haber logrado castigar su arrogancia.