La mañana siguiente me encontró
acurrucado en una esquina del sillón de la sala, abrí los ojos despacio,
resintiendo la claridad que se filtraba por la ventana, la cabeza me dolía como
si millones de terremotos quebraran mi cerebro en miles de pedazos, seísmos que
se sucedían uno detrás de otro sin ningún descanso haciendo palpitar mi cabeza.
Cuando mi visión se normalizó me encontré con el panorama deplorable de la mesa
de centro, en una esquina, una botella de vino se había volcado y parte de su
carísimo contenido se había derramado dejando una costra tinta en el suelo de
color ladrillo, los restos de comida adornaban los platos de una manera
grotesca, sentí vergüenza de mí mismo, me había entregado a una bacanal como la
que relataban los mitos griegos, solo que esta vez no habían mujeres para
grandiosas orgías.
No sabía si el dolor de cabeza que amenazaba con romperme el cráneo en dos era por la resaca o por el golpe, caminé hasta la cocina arrastrando los pies, saqué una jarra de agua helada de la nevera y casi me la eché encima, quería llorar como un niño, miré el teléfono incrustado en la pared, antes de percatarme estaba marcándole a mi madre con la esperanza de que se viniera unos días de visita, pero antes de que se concretara la idea en mi cabeza me di cuenta que el aparato no tenía tono de marcar; colgué violentamente en un arrebato de frustración que solo empeoró el dolor de mi cabeza, solté un gemido lastimero que se desvaneció en el silencio de aquella enorme casa, vacié unos cubos de hielo en un trapo y me los puse en la frente esperando que el frío entumeciera toda la zona lo suficiente como para poder dormir.
Cuando desperté de nuevo la tarde
caía, me sentía mucho mejor y la cabeza parecía dispuesta a darme una tregua;
estaba famélico, así que mientras limpiaba el desastre de la casa comía
sanduches de queso y tomate. Era de noche cuando salí de la ducha, me apoltroné
en uno de los sillones de la biblioteca con un vaso de jugo a un lado y un
viejo libro en la otra; previamente había abierto las ventanas con la esperanza
de que entrara la brisa nocturna y refrescara el lugar; a pesar del dinero y
los arreglos que la tía Silvia le había hecho a la casa, nunca pensó en un
aparato acondicionador de aire, solo existía un viejo ventilador de pie, que de
ser tan viejo a duras penas movía las aspas. Las horas pasaron lentas y
entretenidas, nunca eché en falta la televisión, el libro me mantenía
concentrado en la trama, tanto que el vaso de jugo se había quedado olvida en
la esquina de la mesa donde lo había dejado. La luz falló por unos minutos,
pegué un brinco de susto por el sonido seco que emitió la nevera, me encaminé a
ciegas por los pasillos, tanteaba con las manos a la espera de evadir los obstáculos
del camino a la cocina, antes de poder encontrar los cerillos y las velas la
energía se restauró, pero aún así me eché al bolsillo de mi vieja pijama ambos
artículos y caminé de vuelta a la biblioteca, no sin antes echarme un vistazo
en uno de los espejos que había en el camino, y comprobar que el chichón de mi
cabeza estaba menguando.
Efectivamente la luz volvió a fallar casi apenas haber tocado el sillón, encendí la vela y me acomodé de forma tal que la luz me permitiera leer; en aquel silencio casi demencial me sumergí más en la lectura, una aventura de marineros de la que no recuerdo el nombre. Al principio me pareció que el ruido que se iba metiendo en la casa eran los sonidos peculiares de las noches de los campos, pero cuando los tintineos comenzaron su concierto me helé de miedo. Intenté convencerme de que todo era producto de mi imaginación, que aunque las serpientes de cascabel estuviesen en el jardín, yo no tenía por qué preocuparme, estaba seguro dentro de la casa; pero aún así, el sonido que aumentaba en un crescendo demencial, me mantenía paralizado y llenaba mi imaginación de cientos de serpientes que se movían entre las matas, reptando en dirección de mi hogar, intentando escalar las paredes para entrar por las ventanas. Dejé escapar un gemido lastimero, recordé que la mayoría de las ventanas estaban abiertas con la intención de refrescar la casa; en un arrebato de coraje que nació de un minuto de lucidez, me levanté con la vela en la mano y me asomé por la ventana. La luz de la llama no alcanzaba a alumbrar mucho, era una noche sin luna y no me sentí con el coraje de estirar la mano por fuera de los barrotes de la reja, admito que un miedo inusitado se había apoderado de mí, se ha apoderado de mí desde ese día, me atenaza y a veces siento que me asfixia; cerré la ventana con fuerza, la aseguré y casi corrí hasta la ventana siguiente, la de mi cuarto, la esperma de la vela me caía en la mano quemando mi piel, la llama vacilaba y a ratos parecía que iba a apagarse, todas las veces que se redujo tanto que pensé que me quedaba a oscuras, instintivamente me llevaba la otra mano al bolsillo y palpaba la caja de fósforos para tranquilizarme.
Llegué a la ventana de la sala, la última por cerrar, respiraba con dificultad debido a mi arrebato de pánico que me hizo correr entre la penumbra esquivando los muebles que a ratos parecían saltar sobre mí, aquella oscuridad se sentía como un ente vivo y sólido, al que las fuerzas exiguas de mi diminuta luz le costaba atravesar, así que cuando me detuve frente a la ventana no me pareció extraño ver cómo se movía casi perezosamente; estiré el cabo de vela para poder distinguir mejor, pensé que lo que se agitaba era una serpiente pesada y oscura, una bestia capaz de destrozarme los huesos con su mortal abrazo y engullirme en minutos ¿Acaso no eran las tragavenados culebras enormes que se podían tragar un maldito venado? En cuestión de segundos pensé en mis opciones, era desesperante sentirme indefenso, no era muy amante de los reptiles, pero jamás en mi vida me había sentido tan aterrado por las culebras, no encontraba un motivo racional para el miedo que me atenazaba, las extremidades las sentía heladas, ya me había insensibilizado a las quemaduras de la esperma, parecía que la oscuridad era un mundo extraño plagado de monstruos escamosos que querían subirse por las paredes y caerme encima, inoculándome sus venenos malditos que acabarían conmigo en cuestión de segundos; aquel sonido infernal se propagaba mágicamente en las estancias, casi sentía que las serpientes estaban acercándose por mi espalda, los siseos de aquellas lenguas bífidas eran como caricias asquerosas que me hacían erizar la piel; di un paso, luego otro, me acerqué al borde de la ventana, lo suficiente para que la vela arrojara su débil luz sobre ella, no había nada allí, no había ninguna constrictor esperando en la jardinera para asfixiarme y romper mis huesos en miles de pedazos. Cerré con delicadeza y solté un suspiro que distensionó mi cuerpo tan rápidamente que sentí que los brazos y las piernas se desprendían de mi tronco. En ese momento llegó la luz, aliviado de que la oscuridad se hubiese disipado revisé meticulosamente cada esquina del lugar, debajo de cada mesa y silla, todo con el fin de asegurarme que no había ninguna culebra que me fuese a picar mientras dormía. Me encerré en mi cuarto, dejé todas las luces de la casa encendida, apenas le pasé el pestillo del seguro a la puerta me percaté de que continuaba sosteniendo la vela, sentado al borde de la cama empecé a quitarme las conchas de esperma seca que se habían adherido a mis dedos y piel, agudizando el oído esperando escuchar el ruido de las serpientes de nuevo; me metí entre las sabanas lleno de un miedo desesperado, repitiéndome, casi como un mantra, que yo era un hombre valiente; pero cada vez que cerraba los ojos escuchaba los siseos y los cascabeles; todavía, mientras escribo esto, los escucho, ya no importa si es de noche o día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario