La primera semana de mi estancia me recluí en mi casa y no me atrevía a salir de ella, ni siquiera cuando veía a la viejita Euríale caminando rumbo al laberinto del jardín. Durante el día no se escuchaba casi nada, de vez en cuando, entre silencio y silencio de las canciones de la radio se oía un cascabel que sonaba oculto entre el monte que empezaba a crecer; sabía que debía recortarlo, mantenerlo muy bajito para que no pudiesen esconderse los odiosos reptiles; en mi creciente y generalizado estado de miedo, nunca me di cuenta que no había visto ni una sola culebra, de ningún tamaño o color, pero yo las veía en mi mente, desplazándose pegadas a la pared, intentando entrar; de noche, a pesar de la música el ruido se volvía insoportable, cuando la oscuridad se apoderaba de las afueras de la casa venía plagada de cientos, miles de serpientes, verdes, amarillas, blancas, negras, manchadas, con cascabeles, grandes y pequeñas, que se movían en la periferia de mis ojos, al borde de la claridad que alcanzaban a percibir mis retinas.
Una mañana de miércoles, creo que
ya tendría unos quince días en la casa, decidí salir hasta la ciudad, entré en
la primera ferretería que vi y compré una enorme dotación de bombillos. El
domingo anterior me había percatado de los postes que rodeaban todo el
perímetro de la propiedad, ninguno tenía su bujía, así que me sentí aliviado al
poder solucionar el problema de la oscuridad. Llegué de tarde, no esperé a
entrar en la casa, me fui con mis bolsas aprovisionando cada lámpara con su
reflector (no me arriesgué con simples bombillas de luz débil y amarilla), esa
misma noche comprobé que cada una de ellas funcionaba. Mi tranquilidad no duró
mucho, a pesar de las potentes luces continuaba escuchando los siseos y
cascabeles, no con tanta intensidad ni tan seguidos, pero estaban allí, sonando
fuera del alcance de mi vista.
Apagué las luces internas y me
fui a dormir, pensando en la necesidad imperante de comprar uno o dos aparatos
de aire, las ventanas cerradas a cal y canto volvían la estancia dentro de la
casa en una locura infernal; había momentos en que desvariaba, para soportar el
calor me mantenía desnudo, sólo usaba unas botas de trabajo de caña alta que me
llegaban hasta las rodillas, corría cada tres o cuatro veces a la ducha para
refrescarme de aquel calor espantoso; incluso sentir las gotas de sudor
recorriéndome la espalda me generaba escalofríos, no podía evitar relacionarlas
con los cuerpos de serpientes deslizándose por el suelo.
Saliendo de una refrescante ducha
que había ayudado a calmar mis ansiedades, me asomé a la ventana de la sala y
la abrí de par en par, desde mi posición podía maniobrar rápidamente para
cerrar los vidrios en caso de que algún maldito animal decidiera acercarse; no
me preocupó encontrarme desnudo, las botas me proporcionaban cierta seguridad porque
dentro de mi demencia estaba claro en que mis puntos débiles eran los pies, los
tobillos y las pantorrillas. Vi a la mujer saliendo desde mi derecha, caminaba
despacio y llevaba un vestido vaporoso de color amarillo y blanco, caminaba con
suavidad pero firme, y llevaba un pañuelo anudado en la cabeza que ocultaba su
cabello. Desde mi perspectiva me pareció más joven que otras veces, aunque me
admití que no la había detallado más, antes y tampoco recordaba haberlo hecho en
mi primer terrible día; era tanta mi concentración que no sentí ni un ápice de
vergüenza por estar expuesto de semejante manera, antes bien, me preocupó su
seguridad, no alcanzaba a ver sus pies, la hierba alta no me permitía
divisarlos debajo del ondulante movimiento de su falda; nunca se giró a verme,
caminó siempre derecho al laberinto, se perdió de mi vista en cuestión de unos segundos.
Los minutos pasaron despacio, la
claridad del sol fue menguando y mientras tanto aumentaba mi preocupación; de
nuestro primer y bochornoso encuentro recordaba a una mujer mayor, así que me
sentí muy agitado pensando que oscurecía y que aquella anciana se encontraba
paseando en mi jardín; si una serpiente la picaba iba a morir sola, sin poder
pedir ayuda, porque a mí me paralizaba el miedo a unos reptiles que no había
visto. Cuando por fin se hizo de noche no cabía en mí de tantos nervios, el
frío nocturno entraba por la ventana, y las lámparas de mi terreno me mostraban
un campo verde y explanado con montículos, aquí y allá, de flores; también podía
distinguir con cierta claridad las esculturas de piedra que franqueaban el
camino hasta la entrada del laberinto.
Con la luz que les llegaba de
diversas direcciones, las estatuas de piedra dibujaban sombras extrañas, la
oscuridad en algunas zonas de sus facciones les otorgó un aire siniestro y
aterrador; así que cerré la ventana, me di una nueva ducha y me enclaustré en
mi cuarto a descansar.
El exiguo aire del ventilador
refrescaba mi piel mojada, para combatir aquel asfixiante calor de la casa
apagué todas las luces sintiéndome seguro por la claridad de las bombillas
externas; fui cayendo en un sopor agradable, me dejé ir al sueño fácilmente
porque llevaba noches enteras descansando poco o nada, tenía la esperanza de
que una noche de reparación podría sacarme de ese estado interno y frenético en
el que había caído desde mi llegada; en las brumas del ensueño pensé que tal
vez mi problema se debía al terrible golpe en la cabeza, que no había sido
únicamente un chichón, posiblemente había desencadenado alguna alucinación
auditiva por el impacto que había dañado mi cerebro, todo era posible, ¡Todo!
En mitad de la noche escuché los
cascabeles cerca de mi ventana, cuando abrí los ojos vi una horrorosa sombra
que se proyectaba, desde afuera, en mi pared blanca; al principio pensé que
sólo era la confusión en mi mente dormida, que no alcanzaba a discernir las
formas lógicas escondidas detrás de aquella mancha negra, pero inmediatamente
caí en cuenta de que no existía nada fuera de mi ventana que proyectara dicha
sombra. Me espabilé presa de los más espantosos presagios, sólo podían ser dos
cosas: o me había vuelto definitivamente loco por aquel golpe, o en verdad
había una cosa monstruosa fuera de la casa.
No pude moverme de la cama, vi
cómo la sombra cambiaba de tamaño, a veces parecía hacerse grande en mi pared,
abarcando toda su dimensión, luego se empequeñecía hasta adquirir el tamaño de
una persona; su cabeza parecía deforme, como si decenas de tentáculos salieran
de ella en todas direcciones, cuando se alejaba la sombra crecía y casi sentía
que esas protuberancias temblorosas iban a alcanzarme a través de la oscuridad.
Repentinamente mi cuarto se llenó de los sonido siseantes de las serpientes,
seguidos por el continuo maraqueo familiar de los cascabeles, entonces la
comprensión vino a mí como una ola de agua helada que entumeció todo mi cuerpo,
aquellas cosas que yo había tomado por tentáculos eran de hechos serpientes,
fuera de mi casa había una persona con una cabellera de serpientes, un ente
bífido que me acechaba por las noches, esa cosa se acercaba al borde de la casa
y dejaba escapar todos sus sonidos incesantes que me estaban torturando, todas
las imagines horrorosas que una imaginación trastornada, como estaba la mía, me
inundaron en un segundo y casi me asfixié con el grito que no alcanzaba a salir
de mi garganta.
Aquella noche aciaga me arrinconé
en una esquina, aferré la delgada manta de mi cama y me arropé con ella como si
fuera un escudo protector, cuando amaneció yo continuaba temblando como si el
mismo frío se hubiese adueñado de mis entrañas, trataba de buscar en mi memoria
cómo se llamaba ese monstruo mitológico que había aparecido en mi jardín.
Entonces recordé las viejas
lecturas de la escuela, y el nombre vino a mí con estupor: Medusa.
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